Un abogado, curtido en derecho, dijo alguna vez que todos podían hacer lo que les diera la gana con la condición de no incomodar a los demás. Es la versión fácil que la Jurisprudencia sentó: el derecho de uno llega hasta donde empieza el derecho del otro. O la versión vulgar: molestá si querés, hasta cuando me emberraque. Este preámbulo viene a propósito de un suceso que ocurrió aquí no más, a una cuadra de mi casa.
Resulta que una vecina alquiló un garaje a una secta religiosa (no he podido distinguir entre evangélicos, protestantes, testigos de Jehová, carismáticos, cuadrangulares y otros), que de inmediato se dedicó a su culto donde incluía canciones gritadas, palmoteadas, histerismos y gritos como de marrano en matadero. El garaje quedaba exactamente frente a la casa de dos plantas de un caballero taciturno y serio, quien recibía todo el ruido desagradable del culto religioso. El afectado decidió sacar a su balcón un par de columnas o cabinas de sonido que apuntaban al frente y les conectó su amplificador de potencia de quinientos vatios por canal; colocó música salsa que es la que mayor volumen despliega y cerró su casa herméticamente.
Los pastores al fin llegaron a la casa del señor (el del frente) a pedirle que apagara el equipo que impedía realizar el culto. Pero el vecino no se dio por enterado (lo más probable es que se hubiera colocado tacos de cera en los oídos). La escena se repitió por una semana: cada que empezaba el culto al Señor, el señor (sí, el vecino) prendía su equipo de sonido.
Cansados de la situación los bullosos clericales se fueron a otra parte. Esta vez perdió el Señor con todo su poder y ganó el señor del amplificador.
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