Llegué a la antesala del Secretario de Educación Municipal de Popayán. Me tocó en suerte la compañía de dos damas, una joven y la otra de más allá de la jubilación, pero activa; después supe que eran profesoras de colegio. Me miraban, las miraba y no encontrábamos el pretexto para conversar, (averiguar quién diablos era yo, según ellas).
Se me ocurrió comentar que, pese a estar en toda una Secretaría de Educación, no había educación, por lo menos en dos aspectos: las personas que entraban y salían, seguramente supervisores y empleados de la Secretaría, no nos saludaban. Y los avisos al público, fijados en las puertas, eran muy groseros; decían: “En las tardes no se atiende. ¡No insista!” Era como el equivalente a decir: ¡No joda! Un aviso más propio del lugar debería decir: “Discúlpenos, en la tarde no atendemos”.
Con estas observaciones, las damas entraron en la charla y la primera pregunta que me lanzaron fue:
-¿Usted es rector de algún colegio?
Les dije:
-No tengo la vocación de profesor, menos la de rector.
-¿Entonces usted qué hace?
Saqué mi libro Memorias de un hombre común y les mostré.
-Yo escribí este libro.
Se pusieron a hojearlo, en especial el glosario del final de donde extrajeron una definición que las puso a reír: Atembao: Un tipo que ni ve, ni oye, ni entiende.
En ese preciso momento se acercó la secretaria del Secretario para decirnos que “el doctor no los puede atender hoy; mejor vuelvan mañana por la tarde”.
La más joven de las profesoras se interesó en mi libro y me planteó:
-¿Por qué no habla con Carlos? El puede comprar unos libros ahora que tienen la “Cátedra Popayán”.
-Si usted me lo presenta, yo hablo con Carlos.
Subimos un piso más y me presentó a Carlos, quien ni me determinó. Después de un breve coqueteo entre Carlos y la joven profesora, ella se despidió; de Carlos, con beso en el cachete; de mí, con una volteada de ojos.
Quedé frente a Carlos, quien me hizo la pregunta obvia:
-¿Qué se le ofrece?
Mostrándole el libro, le dije:
-Bueno, yo escribí este libro…
-¡Ah! Eso es con el Secretario.
Me dejó con el brazo estirado, lo cual anuló mi intención de obsequiarle el libro. Me despedí con la mejor educación que me engalana, pero con el pensamiento fijo en algo parecido a un madrazo…
Después de bajar los dos pisos con destino a la calle, me volví a encontrar con las profesoras.
-¿Cómo le fue con Carlos?
Fue entonces cuando rematé:
-Carlos resultó atembao.
2 comentarios:
¡Pamplinas! ¿Que ni ve, ni oye ni entiende? Si yo mismo, que de atembao sí creo que algo tengo, entré una vez a esa misma dependencia para acordar un trabajo de enseñanza particular para unos empleados de esas oficinas. El tipo con el que me tocó hablar, es decir, al que "recomendaron" algunos de esos mismos empleados, me pidió llevarle unos documentos con los cuales se oficializaría mi trabajo de instructor. Y entre esos documentos que me exigió figuraba el famoso certificado judicial. Entre paréntesis: cuando acudí al DAS a solicitarlo, es cierto que no tuve muchos inconvenientes en obtenerlo, pero algo en mi interior me decía que quien precisamente iba a certificar mi condición de ciudadano honorable, era un delincuente: el Director era un señor de apellido Noguera. Cierro el paréntesis. Pues bien: el señor de la Secretaría, como vengo diciendo, me exigió el certificado judicial y otras certificaciones, que le llevé en regla. Al final, dicho señor salió con un chorro de babas en cuanto a contratarme para las instrucciones a sus subalternos. Después de ires y venires, finalizó diciéndome que no le habían asignado presupuesto. Abro otro paréntesis: algunos de sus subalternos me dijeron, casi en voz baja, que el tipo había recibido el valor de honorarios que, de haber dado yo las enseñanzas, me habrían pagado en esa Secretaría... Cierro este otro paréntesis.
Anónimo:
Hay otros comentarios de esta simpática Secretaría. Mas adelante los verá. Por ahora, gracias por su aporte, de verdad enriquece.
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