Don Roberto Sánchez era un farmaceuta de reconocida honorabilidad y de exquisito tino para diagnosticar y curar los males tropicales que eran los que afectaban a los vecinos de estas tierras. A su farmacia llegó don Rafael Fernández, quien por andar pescando en lejanas tierras de los llanos orientales agarró un mal que lo tenía desnutrido y con fiebre y a punto de entregar el chasis.
Don Roberto, apenas lo vio, hizo lo que no hacen los médicos de ahora:
-¡A ver! ¡Abrí la boca y sacá la lengua!
Don Rafael, con dificultad de enfermo, abrió la boca y cerró los ojos. Don Roberto miró esa caverna negra y media babosa y exclamó:
-¡Uhh, mijo! ¡Vos lo que tenés es un paludismo el macho! Esperame que ya vengo.
Don Roberto Sánchez desapareció tras una cortina doble de tela rala y se demoró lo mismo que mi tía colando el café. Después de la espera, apareció el farmaceuta con una botella roñosa de aguardiente caucano pero con el contenido de un color marrón.
-Mirá. Poné cuidado. Cogés un reloj y cada hora te mandás una copa de este remedio hasta que lo acabés. Mañana venís por otra botella; es para reforzar la dosis.
El enfermo después de tomarse esa botella -que sabía a agua empozada en tubo de cobre- hacia la media noche le dio por comer como preso recién soltado. Se sintió mejor y durmió a lo bebé como no lo hacia en quince días. Al otro día estaba curado; no volvió por la segunda dosis, pero eso sí:
“Don Roberto es un alma bendita que me curó de una”.
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