jueves, 12 de noviembre de 2009

Vendedor improvisado

Por esas coincidencias que sólo ocurren en el diario trajinar de ciudadanos modestos, una vez madrugué a recoger parte de una de las primeras mesadas de mi jubilación en un cajero automático y descubrí una atrasada vocación. Cuando salí me encontré con un vendedor callejero que de inmediato me ofreció una base rodante para mover neveras. Providencialmente, yo andaba buscando uno de esos rectángulos metálicos para cambiar de lugar a una descomunal nevera de vieja adquisición. Pregunté por su valor y me tasó el adminículo en quince mil pesos; saqué un billete de veinte pero el vendedor me aseguró que no tenía cambio, que era su primera venta. Dada mi necesidad, y mi altruismo, le dije que tal vez en la cafetería de la esquina le podían cambiar el billete. De inmediato el vendedor me aceptó la propuesta y me dijo:

-Señor, por favor, espéreme aquí que ya vengo.

Me dejó en el andén con las cinco bases pegadas a mis pies (tal vez en garantía por su regreso) sin darme tiempo a proponer otra cosa. Como yo no era el único que había madrugado en pos de la mesada pensional, aparecieron unas amigas (más jubiladas que yo) quienes al verme en ese estado anormal de extravío, me preguntaron:

-Y usted, ¿qué está haciendo a esta hora y con esas cosas?

Por dármelas de gracioso se me ocurrió decir que, como la pensión no me alcanzaba, pues estaba vendiendo bases para nevera a fin de cuadrar el salario. Las amigas, lo tomaron medio en serio medio en broma y me preguntaron a cómo eran.

-A quince mil pesos, cada una.

Las damas ni cortas ni perezosas dijeron que me comprarían dos, después de que sacaran dinero del cajero automático. No les creí. El bendito vendedor se demoró una eternidad, seguro porque no había podido obtener el cambio. Primero salieron las pensionadas del cubículo bancario que, haciendo efectiva la promesa, me pagaron treinta mil pesos y se llevaron dos bases, agregando, impertinentes, una recomendación adicional:

-Pero si quiere vender, tiene qué anunciar.

-Ya mismo me voy a poner a gritar -les aseguré, haciendo pistola con los dedos de los pies para que no me vieran-.

 Encartado con las tres bases y con una espera de veinte minutos ya se me estaba acabando la filantropía, cuando apareció el vendedor, sudoroso y agitado.

-Perdone la demora, señor, pero no encontraba quién me descambiara el billete.

Recibí cinco mil pesos de vuelta y le entregué dos bases (resto de dos que había vendido y la mía) y treinta mil pesos. Se sorprendió tanto, que exclamó:

-Señor, ¡pero usted es un buen vendedor! ¿Por qué no se queda otro ratico conmigo?

-¡Nooo, ya no aguanto más varadas en mitad de la calle! Agradecé que las compradoras me vieron cara de necesitado y que hoy tengo buen humor hasta para vender chucherías.

Entonces, agarrando la base de nevera en mi mano, me perdí por las calles, ya atestadas de presurosos ciudadanos.

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