Un creyente llegó a la iglesia de San Francisco, buscó el crucifijo más antiguo, más íntimo, que estaba casi escondido en la nave más profunda. El señor, católico, de buenas ropas y ademanes distinguidos, se arrodilló con humidad y empezó su oración:
Dios mío, estoy endeudado hasta los tuétanos; me van a embargar la finca y la casa; mi empresa está en bancarrota; mis hijos van a tener que retirarse de las universidades; mis hijas tendrán que casarse con los primeros mafiosos que les pinten plata; mi mujer, se irá con el dueño de la competencia. Lo único que me puede salvar es que me gane el extra de la lotería; a ver diosito, hazme el milagrito, ¿sí?
En esas, llegó un desarrapado pordiosero y se arrodilló al lado del penitente y empezó su oración:
Dios mío, hoy no tengo para comer, ni siquiera un pedazo de pan; ¿por qué no me das una ayudita?
El creyente no se aguantó la interrupción y dirigiéndose al pordiosero le dijo:
-¡Ve, tomá este billete de veinte mil pesos y andate; no me lo distraigás!
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