Este no es el siglo del conocimiento, este es el siglo de la información. Hay una gran diferencia: la información –acumulación de conocimientos del pasado–, ahora, es muy fácil conseguirla, está en las bibliotecas, en los libros, en las revistas, en los periódicos, en la red Internet; el conocimiento es el procesamiento de esa información. En palabras coloquiales, conocimiento es lo que uno hace con la información. Claro que es una extensión de teoría-práctica-teoría, que encierra, en ciclos, el proceso del conocimiento.
Los jóvenes actuales tienen una gran ventaja sobre las anteriores generaciones, tienen la información expedita que podría cambiar el rumbo del sistema educativo si la utilizan adecuadamente. Hacia el futuro inmediato se volverá obligatorio reconocer a los autodidactas como profesionales de cualquier disciplina científica o artística. Las universidades serían las encargadas de valorar y refrendar ese conocimiento que podría desbordar al de sus propios egresados; además, tendría la obligación de ejecutar una permanente actualización de las disciplinas de sus titulados, donde quiera que se encuentren. Tendríamos profesionales de un talento mayor, y muy actualizados; nuevos procedimientos y nuevas teorías que muy fácilmente se podrían comprobar sin arriesgar la vida o lo establecido por la naturaleza. Contra toda imposición, se podría transformar una sociedad en corto tiempo; algo impensable en los procesos sociales del pasado, que duraban siglos.
Para que lo anterior se dé, es necesaria una actitud constructiva de la juventud, un ímpetu innovador. No esa actitud displicente que me tocó vivir, con profesionales duchos en la ciencia que aprendieron y alejados del entorno que los explota, amparados en un arraigo mental equivocado: “Yo de administración, no sé”. “Yo de política, no quiero saber”. “Para mí es igual un político, un filósofo, un gerente o un administrador”. Cuando estos profesionales llegaron a ejercer en ese contexto social no podían ascender, porque no sabían de administración; no pudieron hacer empresa, porque los arrolló una política de Estado; no pudieron diversificarse, porque detentaban apenas una alternativa. Se volvió obligatorio arrinconarse con un mísero sueldo de cada tres meses –que niega las prestaciones de Ley–, resignarse a no tener una pensión de vejez –“yo todavía estoy joven para pensar en pensión”– y afrontar una incertidumbre que se acrecienta con el paso de los años. Los pocos que se salvaron de esta generación están en el exterior, en países donde rige otra política, con énfasis social.
Sí, estamos en el siglo de la información y si se aprovecha bien, por nuestra juventud, llegaremos rápidamente al conocimiento transformador. Entonces podríamos decir que la Humanidad de este continente tiene futuro.
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