Da grima, por no decir rabia, oír la radio nacional plagada de artistas del micrófono, mujeres que bordean los treinta años –si es que ya no los han desbordado– con voces chillonas de muñecas de quince, que presumen de modernas porque se saben una canción en inglés, pero no la entienden, exaltan su eterna juventud y detestan lo nuestro –según sus patrones de medida– por obsoleto.
Ahora lo moderno en radio es destacar la música –¿música?– que a principios de la era salvaje, nuestros antepasados la chillaban alrededor de una fogata, con tambores monótonos, en un idioma incomprensible que ahora se llama inglés. ¿Dónde queda nuestra verdadera música?
Con motivo de la muerte del insigne compositor Jorge Villamil, verdadero talento nacional de exportación, le preguntaban a una locutora de la cadena Caracol, de las nuevas generaciones –por su voz, más atiplada que violín prestado–, que si conocía la canción Oropel. En su ignorancia, que exhibía como un atributo, contra preguntaba si eso se podía bailar; queda claro que nuestros nuevos comunicadores se dejaron colonizar o, peor, se dejaron amaestrar, cual borregos, en una modernidad que carece de valor auténtico, que niega su propia identidad.
Hoy la música colombiana no se escucha en emisoras privadas, porque los españoles, sus dueños, son los que determinan el gusto de sus oyentes. Y como los españoles hablan como tiple destemplado y piensan como Rockefeller, pues sacrifican el buen gusto en el decir y la trascendencia de la música colombiana –“eso no está de moda”– en función de sus utilidades económicas que arrasan una cultura construida en siglos. En ciertos países de América Latina han asimilado la cumbia colombiana como propia, aquí la hemos extirpado de los medios de comunicación. En próximos años, los brasileños, los peruanos, los chilenos..., dirán que la cumbia es autóctona de esos pueblos, como ya lo dicen los mexicanos y los argentinos que sí saben valorar y disfrutar lo propio.
Para escuchar música colombiana ahora nos queda la alternativa de asistir al festival del bambuco yucateco, en México; refugiarnos en concursos regionales de música andina, en emisiones radiales nostálgicas de media noche –que sólo escuchan los rateros porque hasta los celadores duermen–, en buses urbanos e interveredales de la costa norte, donde hace explosión el vallenato, en ferias del joropo llanero y en colecciones de discos de acetato, porque ya ni la piratean.
Las jóvenes generaciones de la llamada farándula radial o televisiva destacan el orgullo de ser colombianos, dentro de los estudios; afuera –en la quinta avenida de Nueva York– reniegan de su origen y balbucean un inglés precario cuando ni siquiera aprendieron el español, que de todas maneras es nuestro idioma. Sí, la dignidad no consiste en proclamarla, es sentirla como esencia de nuestro ser. Por eso me inflamé de orgullo cuando un digno profesor de la Universidad del Cauca, historiador certero, para más señas, rechazó el ofrecimiento de unas editoriales gringas que le pidieron autorización para traducir sus libros de historia y política al inglés. Su respuesta fue, “quienes quieran conocer mis libros deben aprender español”; encierra esta posición un carácter poco común que nos reconcilia con nuestros verdaderos compatriotas convencidos de tasar el valor de lo nuestro en términos ajenos al dinero.
Volviendo a la música, da grima tanta ignorancia disfrazada en una condición de efímera juventud. Los llamados DJ hablan como comiendo maduro caliente para posar de una modernidad que es rechazo de nuestros artistas que en otros países reconocen como auténticos embajadores del arte. Vendría bien recomendar a nuestros jóvenes comunicadores la expresión que una empresa caleña tenía a su entrada para recalcar la calidad del producto nacional, cuando se pretendía hacer industria electrónica, antes del ingreso del neoliberalismo como política de Estado: “Si el producto colombiano es malo, entonces usted está mal hecho”.
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