Cuando se viaja, hay que adoptar la predisposición de aprender, no de otra forma el viaje se vuelve placentero.
¡Cuántos alcaldes nuestros han viajado a Europa y no aprendieron algo que fuera aplicable en su municipio! Si usted quiere quitarse de encima a un pedante, que hace ínfulas de sus viajes, pregúntele qué aprendió, verá que deja de inflarse como bimbo.
Hace unos meses tuve una desilusión tan grande como el viaje a la luna de los gringos. Una chica de hace treinta y cinco años – cuando la minifalda hacía furor y causaba rubor–, regresó de un viaje por California, Estados Unidos; viaje que lo repetía cada año para visitar a su familia. Ella, según sus familiares, estaba radicada desde hace un poco más de veinte años en la ciudad de San Francisco. Aproveché la oportunidad de un encuentro casual, para conversar con la joven de ayer, ya madura, sin minifalda, sin las piernas que causaban rubor y sin la belleza que lastimaba los ojos de la juventud. Pero esta no fue la desilusión mayor; total los años pasan y repasan dejando unos surcos inocultables donde la piel es débil y los sufrimientos se repiten, así nos creamos exentos de sus consecuencias. Aunque tengamos en la memoria la imagen de hace treinta y cinco años, sabemos que después de ese tiempo algo ha cambiado, sin embargo nos sorprendemos como si no quisiéramos aceptar los efectos de la acumulación de los calendarios al enfrentar la realidad presente. Ella se sorprendió menos, cuando me vio, porque en ese lejano almanaque yo no era motivo de su interés, así tuviera una vaga idea de quién era. La sorpresa me asaltó a mí porque tenía la visión de la joven fresca, risueña y atrevida que se desvivía por un amigo mío más flaco que yo pero que bailaba bonito. A ella le encantaba el baile. Ahora, yo no sería capaz de invitarla, ni ella de salir. ¡Cosas del tiempo! ¡Cosas de la fragilidad humana!
La desilusión máxima apareció en el transcurso de la conversación. Le pregunté por California y no tenía idea de ese Estado de la Unión Norteamericana. No sabía qué era el Golden Gate, desconocía los tranvías impulsados por energía de corriente directa, no había visto el mar, no sabía inglés. Quedé frio. ¡Veinte años perdidos! ¿Dónde diablos había estado metida esta dama que sólo conocía los aeropuertos y la casa que habitaba? No quise ahondar en preguntas que podrían resultar molestas y me limité a escucharla desgranando recuerdos de Colombia, cuando era una promesa por cumplir. Lo único que sabía, se lo había enseñado nuestra tierra, encarnada en su mamá y las profesoras del Colegio San Agustín. Tal parece que había cerrado su entendimiento a las experiencias de un viaje de ensueño, a los azares de una mujer adulta, privilegiada por encontrarse en un lugar de idilio, que había escapado para alcanzar, tal vez, un sueño y sólo llegó a una frustración de conocimientos.
Vino entonces, como tardío consuelo a mi memoria, esa enseñanza, envuelta en una anécdota, que en mil novecientos ochenta y cuatro nos impartió el rector de la Universidad del Cauca, Hernán Otoniel Fernández, sobre cómo observar el mundo que nos rodea:
“Una vez estaba en Florencia, en Italia, y salimos a visitar Florencia. Llegué al bus, me senté y llegó un compatriota nuestro y le dijo a la guía española: sabe que no me gustó Florencia, es una ciudad llena de basura, sucia, en otros términos, horrible. Y la guía le contestó: si usted hubiese levantado la cabeza, por lo menos se habría encontrado una escultura de Miguel Ángel”.
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