Bajo el capitalismo, todos trabajan para beneficio de unos; bajo el socialismo, todos trabajan para beneficio de todos.
Para poder determinar la naturaleza de los sistemas políticos es necesaria la connotación histórica; al fin de cuentas la historia va unida al advenimiento de los pueblos y los pueblos y comunidades son la razón de ser de la política.
En el mundo civilizado -así se llama la humanidad que excluyó a África y América- primero fue la propiedad privada sobre la tierra, luego el instrumento para su defensa o despojo, hordas violentas que derivaron en ejércitos de dominación; segundo fue la religión, la legitimación de la propiedad privada -ya no solo sobre la tierra- arrogándole un origen divino y subyugando ideológicamente cualquier intento de rebeldía.
La propiedad privada es el pretexto para los desacuerdos entre seres humanos, causa de guerras y permanentes conflictos. En el mundo civilizado se tiraron cercas para marcar el límite de la propiedad; luego se hicieron murallas, que cumplían la doble función de delimitación y defensa y finalmente se inventaron las fronteras, que indican que quien está al otro lado es un enemigo si la traspasa. Los del otro lado piensan igual. Ambos se volvieron antagónicos y fortalecieron su defensa, que cuando sobrepasó la capacidad militar del vecino entonces se hizo agresiva, en términos más modernos, conquistadora.
El país conquistador acude a la religión para asentarse con legitimidad; invoca un poder divino que autoriza al conquistador someter al conquistado y quien se oponga será juzgado y condenado por la voluntad de Dios. Los preceptos de esa religión deben ser observados y cumplidos sin oposición ideológica, de esa manera se inhibe la facultad de pensar. La religión justifica y autoriza el castigo al rebelde: a mayor dolor, mejor purificación. De ahí que el terror y la tortura física, montados en público espectáculo, era un deleite para los conquistadores y drástica advertencia para los conquistados. Dios autoriza el terror contra los herejes, es más, lo obliga cuando es imperativo defender la religión y la propiedad privada ahora escriturada al usurpador.
Hasta aquí, las comunidades (vale decir el pueblo), son adoctrinadas y manipuladas por el poder supremo que se encarna en el rey. Estas comunidades no tienen ninguna ingerencia en el designio de su rey y mucho menos en la adopción del sistema político que las rige.
En el transcurso del desarrollo de esta civilización aparece el dinero como valor de cambio que sustituyó el trueque, forma elemental de intercambio. Parejo con el dinero nace el concepto de acumulación, que más tarde fue bautizado como capital y quienes dominaron el capital dominaron el poder, fundamentados en un concepto simple: quien tiene manda, quien no tiene obedece.
Los reyes comienzan a tambalear; algunos se caen, otros se vuelven más déspotas y los más visionarios empiezan a acumular capital, como quien dice nueva forma de poder. Estos últimos aún sobreviven bajo la nebulosa de un poder ficticio y un capital permanentemente renovado por ley de impuestos.
La historia cuenta que los reyes que cayeron, se aislaron de sus comunidades y permitieron el despotismo de sus ministros, lo cual conllevó a una reacción de ese pueblo que sustituyó esa forma de poder por otra, donde los asociados dictaron sus propias leyes, escogieron el sistema político, el comunismo -que aún así no se llamaba- que los había de regir y empezaron a gobernarse. Fue la única vez que el pueblo alcanzó el poder. A ese aparte de la historia lo llamaron Las Comunas de Paris, en 1871. Fue el detonante de la sociedad burguesa y la irrupción de la política contraria: La democracia, algo así como una transigencia de los capitalistas con el pueblo para alejarlo del comunismo. La democracia le da la posibilidad al pueblo de elegir a sus gobernantes, previamente seleccionados de los círculos capitalistas; implanta el sistema de seguridad social como un gran avance político y permite, hasta cierto punto, que el individuo, no la comunidad, acumule capital.
Lo demás sigue igual: el ejército -y la policía- que sostiene ese sistema político con el argumento de conservar el orden público; y la iglesia, que bendice las actuaciones de los gobernantes y las armas que los amparan, bajo la legitimidad del monopolio de la fuerza.
La burguesía le teme al comunismo porque al desaparecer el Estado, el pueblo es quien gobierna para si mismo; desaparecen las castas privilegiadas, la división de clases sociales, la propiedad privada, la acumulación de riquezas en beneficio individual; no hay razón para la existencia de un ejército, ni de armas, ni de la religión como apéndice de un poder excluyente; se hace normal la justicia. El bienestar ciudadano es la suprema razón del desarrollo y este se alcanza con el trabajo común y ordenado, cuyo fruto se irriga entre todos los asociados. A este sistema político la burguesía lo llama utopía, porque bajo su punto de vista, que ha inculcado entre sus súbditos -la religión cumple ese papel- siempre habrá gobernantes y gobernados, pobres y ricos, doctrinarios y herejes, héroes y villanos, que es la esencia ideológica de la democracia capitalista.
Pero en este estadio triunfa una variante del comunismo en algunos países de Europa y Asia, a comienzos del siglo XX. Esa variante política incluye al Estado como depositario inicial del poder común: el socialismo. También fue el socialismo la alerta máxima de la burguesía que consideraba la democracia capitalista consolidada en el mundo civilizado. Es, entonces, cuando se inventan los sistemas totalitarios -tales como el nacional socialismo y el fascismo- con el último propósito de evitar que los pueblos se adhieran al socialismo. Surgen estados militaristas con intensos ingredientes de fanatismo por una causa religiosa racial que empiezan a aniquilar entre sus mismos asociados a quienes consideraban sus enemigos, siempre a los llamados excluidos, pobres o marginados, opositores al régimen, potenciales seguidores de las tesis socialistas. Se montan guerras justas, según lo califican quienes detentan el poder capitalista, con argumentos tan vacíos como la defensa de la libertad, la defensa de la democracia y la defensa de la religión. Todos conceptos hueros inventados por los mismos capitalistas para aferrarse al poder y la riqueza. (Hoy se aplica la misma fórmula, solo que a escala menor entre países denominados democráticos.)
Cumplido el propósito de disuadir a los pueblos de adoptar el socialismo como sistema político de gobierno, se eliminan los estados totalitarios y vuelve el remanso de la democracia en tira y afloje con los países socialistas que sobrevivieron a la hecatombe.
Ahora estamos aquí. En el mundo hay estados socialistas y capitalistas, aunque estos últimos niegan la existencia de los primeros, los ignoran o los vilipendian.
Vamos a referirnos, en las siguientes líneas, al mundo no civilizado: África y América. De África es muy poco lo que podemos decir por falta de información; bástenos saber que era una civilización que iba por otra vía y fue cruelmente sometida por los conquistadores europeos -ellos se autodenominaban colonos-, hasta el punto de truncar su forma de vida, esclavizarla, saquearla, masacrarla y dejarla en la inopia, aún hasta nuestros días.
De la América prehispánica, la historia escrita que tenemos es la misma que nos contaron los conquistadores españoles. “La historia la escriben los vencedores”. Los españoles les atribuyeron a los nativos sus propios vicios, aberraciones y conductas criminales, que los aborígenes no tenían, con el ingrediente de la exageración, bajo el epíteto de salvajes. (Hasta Kant, el filósofo alemán que nunca estuvo en América, se atrevió a sentenciar, después de escuchar y leer las crónicas españolas: “Los indios son incapaces de civilización y están destinados al exterminio”.) En sus escritos, los conquistadores españoles buscaban varios propósitos: magnificar sus proezas, justificar sus matanzas, legitimar sus despropósitos y como no tenían un punto de referencia para identificar una cultura nueva, simplemente señalaron a los nativos como enemigos, como lo habían sido los moros, solo que terriblemente atrasados porque no tenían la religión, ni el ejército, ni las armas de ellos. Así, cualquiera es guerrero; todos los que arrasaron a seres indefensos fueron criminales, así nos digan los historiadores hoy, que tenían su forma de pensar que los excluía del crimen.
La cultura americana antes de la llegada de Cristóbal Colón era una cultura de conocimiento, de desarrollo social, de organización humana, de profundo respeto por los seres vivos y la naturaleza. No se conocía la violencia como forma de resolver conflictos entre sus asociados; sus comunidades eran autónomas e interrelacionadas entre si. Tampoco era un paraíso donde no pasaba nada, pero sus conflictos eran diferentes y siempre tenían como fundamento la aplicación de los conocimientos al bienestar de todos. Las crónicas españolas se refieren a los nativos americanos en términos de violencia, que estos desconocían, hasta el punto de atribuirles sacrificios humanos, canibalismo, sevicia, que más parece su propia radiografía hispana. Ningún descubrimiento arqueológico ha comprobado que los nativos americanos usaran armas para aniquilar seres humanos, tampoco que sus momias hayan sido asesinadas con sevicia como lo pregonaron los españoles en sus escritos. Antes bien, cuando se ha descubierto que un niño fue embalsamado y enterrado con honores, su muerte no ocurrió por un supuesto sacrificio, seguramente murió en hecho accidental y el proceso ceremonial se hizo con el afán de prolongarle la vida, o perpetuar su recuerdo. Esta actitud dice más del profundo respeto por la vida de los antiguos americanos, que lastima la calificación de salvajes de quienes se dicen civilizados.
Los americanos prehispánicos desconocían el concepto de propiedad privada. Ni la tierra, ni el aire, ni el río, ni las plantas, ni los hijos eran de alguien. Todos los integrantes de la comunidad disfrutaban de estos beneficios y los cuidaban como proceso natural de conservación de la especie. Aún recientemente, en el siglo XIX, dijo el gran jefe SHEALT de los Sioux, nativos norteamericanos al presidente de los Estados Unidos, quien pretendía comprar tierras: “¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea es extraña para nosotros. Si hasta ahora no somos dueños de la frescura del aire o el resplandor del agua. ¿Cómo nosotros podemos vendérselos? Nosotros decidiremos a nuestro tiempo. Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente”.
Como no había propiedades no había disputas. Los niños eran parte de la comunidad y por tanto la comunidad los cuidaba y protegía hasta cuando alcanzaran la madurez. Tampoco se tenía ese concepto de familia nuclear: papá, mamá e hijos, lo cual contribuye a la dispersión de la comunidad y genera egoísmo entre los asociados.
Los vestigios y ruinas precolombinos nos dan una idea aproximada del desarrollo científico alcanzado, que fue notable, al carecer de instrumentos que el mundo civilizado ya poseía.
Hoy asombran sus construcciones por la simetría y la perfección de sus líneas; por el desarrollo matemático y también por la cualidad de integración a la naturaleza sin ofenderla, ni agredirla. Sabemos que los antiguos americanos poseían un conocimiento avanzado sobre el magnetismo y los campos magnéticos; de ahí que sus construcciones, exentas de radiación, tienen un alto componente magnético que las hace agradables para habitar y sanas para convivir. Es probable que supieran de la propiedad del magnetismo para mover grandes masas y cortar rocas, solo que nosotros desconocemos cómo lo hacían. Podríamos seguir numerando otros importantes logros científicos pero no es el propósito de este artículo; bástenos saber que muchas comunidades americanas desaparecieron después de la llegada de los españoles, en forma misteriosa y no dejaron el menor indicio de por qué lo hicieron. Nos atrevemos a aventurar una hipótesis, resultado de la búsqueda de los científicos modernos: sus conocimientos podían desarrollar o destruir el mundo vivo; era entonces imperativo que no cayeran en manos de criminales, como los invasores que llegaron a arrasar toda una cultura.
Otra de las grandes mentiras sobre nuestra cultura americana es atribuir el concepto de religión primitiva a la personificación de los fenómenos benéficos tales como la lluvia, el sol, el viento, el fuego, el agua, la tierra. Desde la antigüedad se conoce el interés del hombre por agradecer los beneficios que soportan la vida y la forma más elemental de hacerlo es convertirlo en ser vivo con quien se interactúa, con quien se habla. Así, por ejemplo, se agradece a la madre tierra por los frutos que entrega para alimentar la vida. Esto lo hacían los americanos sin pretender inventar un ser sobrenatural, dueño de todas las cosas y de todas las vidas, con voceros terrenales. Los americanos no tenían religión y en consecuencia poseían en grado sumo y ejercían, la facultad de pensar.
Su organización política era comunitaria, sin diferencias sociales, sin estado, sin jefes, sin reyes, sin ejércitos de defensa o agresión, sin religión, sin fronteras; solamente los más sabios eran los orientadores de la comunidad. Los españoles no entendieron esto, lo consideraban signo de atraso total y por eso arrasaron y sometieron, con los peores vejámenes, a este pueblo maravilloso; si hasta se inventaron imperios donde sólo había organizaciones sociales que vivían en armonía, sin medios de defensa y ataque porque no los necesitaban.
Hoy América es una mala copia del mundo civilizado; tiene magnificados todos los errores y vicios de ese mundo y carece de la virtud suprema de los pueblos precolombinos: El respeto por la vida. Volver a esta virtud implica, para las nuevas generaciones, conocer los horrores de las guerras que ya conoció Europa y aún faltan muchas guerras en América para entender que nuestros antepasados tenían razón.
El resultado de todo lo hasta aquí expuesto, es poner de presente que todos los pueblos tienen su dinámica social y política y todos tienden hacia un mismo propósito de desarrollo y bienestar. En ello juega papel decisivo, el sistema político de gobierno. El ideal futuro es que todos los pueblos sean uno solo, políticamente. Sin estado, sin religión, sin fronteras, sin ejércitos, sin propiedad privada, sin acumulación de riquezas, sin armas; con progreso permanente, con respeto a otras culturas, con dificultades fácilmente solubles bajo la unidad y diversidad, con bienestar común, con objetivos de unión y no de desavenencia.
Es posible la utopía.