Uno de los Mosqueras, que tiene una sinuosa línea de descendencia ajena a los próceres, decía “yo no sé en qué me ocupo, pero me la paso ocupado todo el día”, hasta que una vez descubrimos en qué se ocupaba: claro, se la pasaba conversando.
La conversación es la primera y más elemental forma de comunicación, así digan los poetas que primero están las caricias. Sin acudir a honduras poéticas, la conversación enriquece mentalmente al ser humano; es un ejercicio que en nuestra época está perdiendo brillo por la inmediatez de la tecnología, y es lamentable que así suceda. Muchas grandes obras literarias nacieron de una conversación, emergieron de las tertulias como ejercicio sistemático, como lo hizo Marcel Proust, o accidentalmente, como lo intuyó William Foulkner. En Colombia tenemos dos ejemplos bien determinantes para destacar las obras y los escritores que surgieron después de placenteras conversaciones de amigos: “La cueva” de Barranquilla, donde se inició Gabriel García Márquez junto a Álvaro Cepeda Zamudio, Alejandro Obregón y otros; “El automático” de Bogotá, tertulia que recibió el nombre por la cafetería donde se reunían en placentera algarabía intelectual León de Greiff, Eduardo Zalamea Borda, Alberto Lleras Camargo, Jorge Gaitán Durán, que marcaron el rumbo del país en las letras a mediados del siglo veinte.
Queremos, con esta breve nota, rescatar el valor de la palabra, el valor de la conversación, el diálogo como suprema razón de la razón.
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