De los recuerdos ingratos por la caída de las “pirámides” en Popayán, hay uno que aún ronda la tragedia. Resulta que Pablo Adolfo perdió entre sesenta y setenta millones de pesos, muchos prestados, lo que determinó la desgracia en cadena. Su esposa lo abandonó, sus hijos no lo volvieron a determinar como papá y él quedó en la ruina y sin rumbo. Lo único que se le ocurrió fue ir al “Sotareño”, el bar de Agustín, que ahoga las penas mientras se mueren. En un momento se puso de pie y con la copa a medio llenar en una mano, se quedó absorto mirando el líquido y como rezando. Un vecino se extrañó de esa actitud y por dárselas de gracioso le arrebató la copa y se la tomó. Entonces Pablo Adolfo no soportó su suerte y se puso a llorar. El vecino compasivo se acercó y lo trató de consolar.
-Hombre, ¿por qué llora? No hay nada por lo que valga la pena llorar en este mundo.
-¡Cómo no voy a llorar si me persigue la desgracia!
-¡Qué va hombre! ¿Cuál desgracia?
-Pues mire: quedo en la ruina por la caída de las “pirámides”; mi mujer me abandona en el momento que más precisaba de su apoyo; mis hijos me desconocen y ahora que vengo donde Agustín, usted me arrebata el veneno que me iba a tomar.
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