Alguna vez dijo Estanislao Zuleta, el filósofo colombiano muy poco reconocido por los estamentos de poder, que “el sindicalismo es el hijo bastardo del capitalismo al que éste no reconoce”.
Así como el sindicalismo, hay otros hijos del capitalismo, bastardos y legítimos. La lista es larga y nos sirve para establecer que todos los cambios que proponen políticos, académicos, filósofos y otros, no pasan de ser leves reformas para seguir igual. Porque la causa de nuestros males no se toca: el capitalismo sigue vigente.
Veamos una lista parcial de los hijos del capitalismo: La propiedad, la delincuencia, la corrupción, la guerra, el terrorismo, la pobreza, el hambre, la ignorancia, el egoísmo, la envidia, la depredación, la competencia.
El cimiento económico del capitalismo es la propiedad privada; el fundamento ético, el egoísmo. A partir de aquí se procrean los otros hijos que he citado y que son inherentes a su estructura.
Es natural en el capitalismo que, al asentarse sobre la propiedad privada, se destaque la actividad de la empresa privada como generadora de riqueza; también genera, con mayor eficacia, desigualdad y pobreza. Desigualdad que se manifiesta en delincuencia, terrorismo y guerra. La empresa privada, según los gurús de la economía, casi todos gringos, es la única forma de lograr avances en la ciencia, el comercio y la vida social (como si no existieran otras). Se estimula la competencia que no es otra cosa que arrollar al débil, eliminar al incompetente, hacer trampas, coger el atajo, sobornar. Las grandes riquezas del mundo están soportadas por una, aún mayor, pobreza. La prosperidad de Europa se debe a la hambruna de África; la condición de potencia, la debe Estados Unidos a la tragedia de América Latina. De esta última afirmación citemos dos ejemplos recientes: la guerra promovida contra México, le escrituró a Estados Unidos, California, Arizona, Nuevo México, Texas, estados ricos en recursos naturales y en petróleo; el raponazo a Colombia, de Panamá, con el eufemismo de separación, le otorgó el canal interoceánico, usufructuado por casi cien años en forma directa y ahora, con la administración gratuita de los panameños.
Por todo esto, da risa cuando nuestros políticos nos prometen un cambio; hablan de acabar con la corrupción, con la pobreza, con la desigualdad, con la delincuencia, con el terrorismo, sin acabar con la causa. Por todo esto, igual da risa cuando se reúnen las grandes potencias a tratar el calentamiento global y defender el planeta, cuando son ellas, con su descomunal egoísmo y voracidad de ganancias, que están depredando las selvas y los mares, los ríos y las cordilleras. Nunca van a renunciar a su filosofía de acumulación de riqueza en favor de toda la humanidad De las potencias no esperemos nada bueno para el planeta.
Pensemos por un momento y, seguro, llegaremos a una conclusión trascendental: la única forma de salvar a la humanidad y a la naturaleza que la sostiene de su extinción total es cambiando radicalmente. No como nos lo dice la publicidad mentirosa: en forma individual, mejorando nuestro comportamiento personal, como si nosotros fuéramos los culpables. No. Cambiar radicalmente, es acabar de raíz con la causa: el capitalismo.
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