-Non mi fregare ¡eh!-.
Dijo en un italiano adriático, Anthénore, un hombre que, en mi niñez, había evidenciado en las películas de Henry Silva. Él detestaba las fotografías y las filmadoras cuando lo enfocaban. Esa vez estaba pensativo y lejano, arrimado a los pinos en los Jardines de Verona, y yo, después de hacer un paneo inocente con mi filmadora, apunté a esa figura recia, como tallada en milenios de creación espontánea hasta alcanzar el carácter legendario del hombre italiano. Miró con leve fastidio y me lanzó la reconvención.
Anthénore tenía alma de niño en un cuerpo de gladiador. Era serio como un busto de Constantino y de un humor calmado como lo pudiera ser Dino de Laurentis. Su pelo entre cano, corto, liso y firme, hacía contraste sobre su rostro de cobre, endurecido por los años vividos y el sol mediterráneo; su cuerpo esbelto indicaba acción permanente, dispuesto a afrontar, hasta el final, el interminable rito de vivir.
Habíamos llegado de paseo, desde Mantova, en su Alfa Romeo, acompañados por las arias de Pavarotti, por una carretera apacible adornada por el continuo trajinar de ciclistas y el despliegue de pequeños lagos y colinas; era como si nuestro descubrimiento fuera de él. Cada vez hablaba menos y observaba más; se reía por las ocurrencias de Leonel –un italiano que hace treinta años era colombiano–, las travesuras idiomáticas de Annie, y volvía a su taciturno divagar. Es posible que el esplendor de colores de todas las flores, el perfume de los pinos y el abundante verde bien conservado, hubieran obrado en él una transformación indefinida. Estábamos en los Jardines de Verona tal como si hubiéramos logrado la perfección del turista: asombrados por lo novedoso. Aquí lo nuevo era natural. El orden de los árboles y la belleza de las flores, los caminos peatonales, la música ambiental, los paseantes, extasiaban nuestros sentidos.
Anthénore a veces caminaba con las manos atrás entrelazadas, otras con paso decidido agitaba sus brazos de estibador marino para alcanzarnos cuando los tres habíamos establecido buena distancia con él. Ese acto se repetía con frecuencia. Sólo yo lo noté; ni Annie, con su percepción gala, ni Leonel, con su agudeza, habían reparado en ese pequeño detalle. También intuía que esa cercana melancolía de Anthénore no era propia de un hombre que había alcanzado la paz que dan los años de trabajo.
-Vamos a almorzar-, dijo Leonel, después de dar la vuelta a un pequeño estanque con filas ordenadas de tulipanes rojos a su alrededor.
-Es lo mejor –aprobó Annie–, tengo un hambre bien grande-.
Annie hablaba un español de Madrid siendo francesa; era una rubia de mundo que había transitado desde Europa hasta Asia.
Anthénore tomó el camino hacia donde había estacionado el Alfa Romeo, y nosotros lo seguimos.
El almuerzo fue en un restaurante típico campestre, sobre una extensión en plataforma de madera que daba sobre el río Mincio; un artista de la región, en plena madurez, con anteojos y canas que infundían respeto excesivo, cantaba los lamentos italianos de tonadas napolitanas en compases rápidos de guitarra. El paisaje, para mí, era de encanto medieval con castillos próximos, puentes levadizos, ruedas hidráulicas sobre el rio de aguas cristalinas y abundantes peces.
Annie nos deleitaba con su descripción del lugar y hacía ver lo que para nosotros era invisible, desde el contraste del verde esmeralda del rio con el verdor oscuro de una rica flora. Leonel nos indicó lo más apropiado para almorzar y fue una magnífica elección: todos, incluido el taciturno de Anthénore, quedamos satisfechos.
Volvimos a Verona para emprender viaje a Padova porque, según Leonel, desde allí era fácil llegar por tren a Venezia, nuestro último destino antes de volver a Roma.
El desplazamiento desde el restaurante hasta Verona fue largo como la aflicción de Anthénore. Dimos una vuelta turística por el lago Di Garda, confraternizamos con los visitantes y hasta observamos el horizonte del lago con un telescopio recreativo. Annie era la traductora del grupo y quien sabía comportarse según la ocasión; un mérito adquirido en sus permanentes recorridos por el mundo europeo.
Anthénore observaba el paisaje marino con la parsimonia del que ya sabe que hay detrás. Volvía a enconcharse en su espíritu taciturno junto a nosotros. Mientras Annie y Leonel se divertían como adolescentes con el mirador, yo sentía esa oleada de interrogantes que emitía Anthénore; por un momento atisbé una sonrisa en su rostro adusto y creí haber compartido un momento feliz con él. Nos quedamos sentados mirando ese pequeño mar acompañándonos con el silencio.
-Víctor, ¿estás feliz en Italia?-,preguntó para romper ese muro de misterio.
-Sí. Es una maravillosa experiencia-, dije, mirándole al rostro que brillaba con las luces de la tarde.
Volvimos al camino. Verona nos esperaba para separarnos. Anthénore volvería a Mantova, Annie se quedaría en Padova y Leonel y yo emprenderíamos viaje a Venezia. Algunos atardeceres italianos son nostálgicos porque carecen de ese esplendor caribe de Colombia; el sol se oculta detrás de grises intensos y es ahí donde presumo que Anthénore coincide con su temperamento. Annie ocupaba el puesto delantero del Alfa Romeo, Leonel y yo íbamos en la silla de atrás; volvían las arias esta vez cantadas por otro tenor diferente a Pavarotti.
Llegamos a Verona. Annie y Leonel rápidamente ubicaron el albergo, como se le dice en Italia a un hotel modesto; llevaron sus maletines a la habitación y yo me quedé con Anthénore junto al vehículo viendo el atardecer gris. Eran casi las ocho de la tarde de un verano oscuro inusual.
El recio italiano, subido en el andén, puso las manos sobre la capota del Alfa Romeo y habló con su depresión acumulada, mirando al horizonte todavía con los últimos brillos del sol:
-Se acabó el paseo, Víctor-.
-Por ahora, sí-, dije, con algo de duda.
-Se acabó para mí; mañana debo estar en Roma-.
-Debo agradecer tu compañía, Anthénore, fue valiosa y placentera-.
-Tal vez me faltó más alegría-.
-Creo que tú eres así-.
-No. Hay algo que tú no sabes-.
-Respeto tu comportamiento-.
-No te volveré a ver más y eso me entristece-.
-Podemos encontrarnos en Roma, cuando regrese-.
-No. Estaré en casa de mis familiares y tú volverás a Colombia. Por eso debemos despedirnos ahora y para siempre-.
-Parece una trágica despedida-.
-Lo es-.
-No entiendo-.
-Lo vas a entender: esta es la última vez que te veo; dentro de algunos meses estaré en una clínica romana luchando por vivir un poco más, y es seguro que pierda la batalla. Quise disfrutar intensamente estos momentos, pero mi temperamento y mi cuerpo maltratado no lo permitieron. Por eso me viste taciturno y lejano. Leonel estará a mi lado, pero me invade una tristeza aguda saber que he compartido con ustedes por última vez y que no los volveré a ver, ni a ti, ni a Annie-.
Anthénore traspasó su afligido temor a mi sensibilidad latina. Di la espalda al atardecer, crucé los brazos intentando una resignación que no llegaba. Simultáneamente giramos hasta quedar de frente y nos dimos un abrazo de hombres. Entonces supe lo que es llorar por un amigo.