Hasta hace unos veinte años las cordilleras colombianas eran frondosos bosques con árboles gigantescos disfrazados con musgos y líquenes que los hacía imponentes. Cuando uno se atrevía con la montaña de páramo, con ese milenario follaje, y se agarraba de las ramas, cual esponjas, nuestras manos y brazos chorreaban agua limpia y fría. Los árboles, los musgos, los líquenes, cumplían una función natural de control y regulación de las aguas lluvias. Las nubes que divagaban por las altas cumbres, se enredaban en esos bosques cuyos árboles las transformaban del estado gaseoso al líquido en pequeñas gotitas que se guardaban en gigantescas alfombras adornadas de frailejón y se soltaban con el calor normal o el verano, en chorritos, quebradas, arroyos, humedales, lagunas y ríos.
Hoy esos bosques no existen y los páramos están yermos. No hay regulación natural de las aguas. Las nubes viajan a la deriva y al no encontrar los bosques paramunos, se descargan sin control donde encuentren una corriente fría –ahora se inventaron los científicos prepagos el llamado fenómeno de la niña– que las cambie de estado y se precipiten en borrascas aleatorias. De ahí surgen los aguaceros diluvianos que con el paso del tiempo serán más catastróficos. La deforestación indiscriminada es una de las razones por las cuales tenemos, en verano sequía intensiva y en invierno inundaciones catastróficas. Digo, una de las razones porque la principal es la falta de política ambiental del Estado. No la hay. No hay regulación del caudal de aguas de los grandes ríos por medio de represas y canales de irrigación. El Estado colombiano se ha mantenido ajeno a la preservación del medio ambiente así existan leyes y corporaciones burocratizadas, manejadas por politiqueros con nula visión de país, mucho menos de nación.
La más reciente acción del Estado colombiano, que respalda mis afirmaciones, fue haber otorgado –como en una feria del despilfarro– miles de concesiones a empresas multinacionales para explotar las maderas, minas de oro y metales radiactivos; privatizar el agua, de las pocas lagunas que aún quedan, todo en contra de la naturaleza que los sustenta. Para nuestros gobiernos –elegidos por millones de avezados pordioseros y una clase media estulta–, es muy importante el progreso de unos pocos, que derrumba la maravilla de región que nos tocó y que, a ese ritmo de depredación, será lejana referencia de país verde. Sólo nos quedará un país desértico que contribuyó al desarrollo de potencias extranjeras, como sucede con el África que, en contraprestación, le dejaron enormes huecos después de permitir la extracción de diamantes y siguió siendo pobre hasta caer, hoy, en la miseria.
Está demostrado, por las consecuencias que ya se ven, que el progreso moderno es lesivo para el hombre y las demás especies. Infame progreso que destruye los mares, los ríos, las selvas, las montañas, los animales, para que el capitalismo siga acumulando una riqueza especulativa que está en pocas manos, las mismas que trazan el rumbo equivocado del bienestar fundamentado en cosas y no en la naturaleza.
Se ha visto en las reuniones del llamado calentamiento global, donde los países más destructores, que son las potencias capitalistas, se niegan a parar la deforestación del medio ambiente arguyendo que el progreso no da espera. De estas reuniones se dice que son un fracaso y lo son, y lo seguirán siendo, porque es imposible conciliar la vida con la utilidad económica de unos pocos que además tienen poder.
Si de verdad queremos defender al hombre y a la naturaleza se hace imperativo cambiar nuestro actual sistema político, inhumano y depredador, por otro que centralice en los seres vivos la verdadera riqueza.