sábado, 18 de diciembre de 2010

¡Se acabó el agua! ...¡Nos inundamos!

Hasta hace unos veinte años las cordilleras colombianas eran frondosos bosques con árboles gigantescos disfrazados con musgos y líquenes que los hacía imponentes. Cuando uno se atrevía con la montaña de páramo, con ese milenario follaje, y se agarraba de las ramas, cual esponjas, nuestras manos y brazos chorreaban agua limpia y fría. Los árboles, los musgos, los líquenes, cumplían una función natural de control y regulación de las aguas lluvias. Las nubes que divagaban por las altas cumbres, se enredaban en esos bosques cuyos árboles las transformaban del estado gaseoso al líquido en pequeñas gotitas que se guardaban en gigantescas alfombras adornadas de frailejón y se soltaban con el calor normal o el verano, en chorritos, quebradas, arroyos, humedales, lagunas y ríos.
Hoy esos bosques no existen y los páramos están yermos. No hay regulación natural de las aguas. Las nubes viajan a la deriva y al no encontrar los bosques paramunos, se descargan sin control donde encuentren una corriente fría –ahora se inventaron los científicos prepagos el llamado fenómeno de la niña–  que las cambie de estado y se precipiten en borrascas aleatorias. De ahí surgen los aguaceros diluvianos que con el paso del tiempo serán más catastróficos. La deforestación indiscriminada es una de las razones por las cuales tenemos, en verano sequía intensiva y en invierno inundaciones catastróficas. Digo, una de las razones porque la principal es la falta de política ambiental del Estado. No la hay. No hay regulación del caudal de aguas de los grandes ríos por medio de represas y canales de irrigación. El Estado colombiano se ha mantenido ajeno a la preservación del medio ambiente así existan leyes y corporaciones burocratizadas, manejadas por politiqueros con nula visión de país, mucho menos de nación.

La más reciente acción del Estado colombiano, que respalda mis afirmaciones, fue haber otorgado –como en una feria del despilfarro– miles de concesiones a empresas multinacionales para explotar las maderas, minas de oro y metales radiactivos; privatizar el agua, de las pocas lagunas que aún quedan, todo en contra de la naturaleza que los sustenta.  Para nuestros gobiernos –elegidos por millones de avezados pordioseros y una clase media estulta–, es muy importante el progreso de unos pocos, que derrumba la maravilla de región que nos tocó y que, a ese ritmo de depredación, será lejana referencia de país verde. Sólo nos quedará un país desértico que contribuyó al desarrollo de potencias extranjeras, como sucede con el África que, en contraprestación, le dejaron enormes huecos después de permitir la extracción de diamantes y siguió siendo pobre hasta caer, hoy, en la miseria.

Está demostrado, por las consecuencias que ya se ven, que el progreso moderno es lesivo para el hombre y las demás especies. Infame progreso que destruye los mares, los ríos, las selvas, las montañas, los animales, para que el capitalismo siga acumulando una riqueza especulativa que está en pocas manos, las mismas que trazan el rumbo equivocado del bienestar fundamentado en cosas y no en la naturaleza.

Se ha visto en las reuniones del llamado calentamiento global, donde los países más destructores, que son las potencias capitalistas, se niegan a parar la deforestación del medio ambiente arguyendo que el progreso no da espera. De estas reuniones se dice que son un fracaso y lo son, y lo seguirán siendo, porque es imposible conciliar la vida con la utilidad económica de unos pocos que además tienen poder.

Si de verdad queremos defender al hombre y a la naturaleza se hace imperativo cambiar nuestro actual sistema político, inhumano y depredador, por otro que centralice en los seres vivos la verdadera riqueza. 

domingo, 12 de diciembre de 2010

Cuando me acariciaste, empecé a llorar (Cuento)

Cuando me acariciaste, empecé a llorar
(Cuento)

“Cuando me abrazaste y acariciaste, empecé a llorar.  Era una niña, y tú, un adulto que podrías haberte aprovechado de la situación”.
Me deslumbró el amor como un maravilloso descubrimiento y también di el más inquietante paso a lo desconocido. Llegué a tu casa con plena inocencia, sin ninguna prevención, con la ingenuidad y el atrevimiento de una niña que quería estar al lado del hombre que ya amaba, como al único.  Fui yo quien insistió en acompañarte; quería saber dónde vivías, cómo vivías.  Te oponías a llevarme por la modestia –después lo supe– de una vida de carencias económicas que te imprimía sencillez.  En ese momento no me importaba el desbalance social, sólo miraba por ti, respiraba por ti, vivía por ti.  Fui una loca, lo reconozco, pero te agradezco que me hubieras tratado como a una dama a pesar de la pasión que despertaba en ti, con mi faldita corta de colegiala que no disimulabas en mirar, hasta acariciar con tus ojos mis piernas de porcelana, como lo repetías cerca de mi oído.  A mí me gustaba cómo me mirabas, me sentía feliz de ser linda para ti.   Eras mi mundo.  Lo demás no importaba.
Cuando llegué a tu casa era la amiga del joven y todos me abrieron sus simpatías, rompieron sus reticencias, me observaban como a un personaje de importancia social.  Hasta se atrevieron con sus comentarios: “Es linda”, “No parece de aquí”.  A esa bienvenida respondí con afecto, con pródigas sonrisas, y llegué a tu refugio compartido con el menor de tus hermanos.  Cuando estuve contigo, en tu cuarto, sólo te veía a ti, sentí la inquietud del primer momento.  Acariciaste con ternura mis cabellos, bajaste tus manos por mi rostro y me acercaste a tu boca.  Sentí un escalofrío, un deseo de irme y quedarme; un miedo y un placer; una mezcla de pasión y represión; una dualidad irreconciliable.  Por un momento me pregunté qué hacía allí con un hombre; creo que me entendiste, porque tu beso también fue tierno, intenso, largo...  Y me dejé llevar por tus caricias de hombre hasta que empecé a llorar.  Si tú hubieras querido ir más allá, hasta el jardín de los amantes, nadie te lo habría impedido.  Yo era frágil y seguro habría ido contigo.  Por eso empecé a llorar.


“Se presentó un conflicto entre las recomendaciones de mi mamá y mi deslumbramiento por ti”.
Sí, en ese momento, cuando tus manos dibujaban mi talle, cuando percibí un leve temblor en tu cuerpo, escuchaba a mi madre advirtiéndome sobre el comportamiento de los hombres, a quienes trataba con su particular medida.  Fiel a su raizal religiosidad de toda matrona paisa, quería para sus hijas hombres rectos y decentes que asociaba a confesos católicos, que pidieran permiso para las visitas, que fueran orgullosos de sus orígenes familiares, que rezaran el rosario todos los días, que fueran a misa los domingos, que se confesaran y comulgaran.  Los demás, según ella, no eran confiables, eran demonios que no desperdiciaban una oportunidad para aprovecharse de las mujeres y, una vez que conseguían lo que querían, se perdían para no asumir responsabilidades.  Tú no eras un católico practicante, me lo hiciste saber cuando te invité a misa.  Dijiste que respetabas mis creencias pero que tenías las tuyas, para las cuales valía también el respeto.  Entonces te veía como a un hombre independiente y libre, muy opuesto al ideal de mi mamá.  Con mis escasos años de adoctrinamiento en un colegio de monjas y en las prédicas familiares, aún no discernía con claridad entre el bien y el mal religioso, puesto en duda por tu manera de ser y actuar que me encantaba. 
Pero yo estaba obnubilada al sentir, por primera vez, tus manos de hombre sobre mi cuerpo inexplorado.  ¿Cómo puede una mujer negarse a la dicha del amor?  Estaba feliz y estaba asustada; era como intercambiar tu figura varonil con la autoridad materna.  Entonces vi que te sorprendiste por mis lágrimas, te preocupaste en exceso y buscaste la forma de calmarme, enjugaste mi llanto de niña, me abrazaste como si quisieras protegerme de ti mismo.

Así estuvimos una eternidad de instantes, envueltos en la vorágine de la vida que es pasión, dolor y placer.

Cuando salí de tu casa tenía una confusión de ideas, pero seguía siendo niña.  Mi primera experiencia amorosa fue placentera, sin llegar a la posesión.  Ejerciste control en el momento más intenso y te lo agradezco porque ya era una mujer dispuesta a todo, en medio de mis lágrimas.  En un instante cambiaste tu instinto de vida por el pensamiento, capaz de atisbar las consecuencias de nuestros actos, frente a la sociedad drástica que vivíamos.  Me acompañaste hasta mi casa, pero me despedí antes –en la esquina de la once, como la llamábamos, donde tantas veces acordamos una cita con el lenguaje del amor que sólo entienden los amantes–, como si supiera que mi mamá nos había visto, como si quisiera escudarte de la furia de una madre insultada.


“Me enfermé una semana por el impacto del descubrimiento del amor físico: unas caricias de hombre en un cuarto, solos.  Y yo de apenas dieciséis años”.
No dormía ni comía bien; permanecía taciturna y lejana recomponiendo mil veces la escena.  Reprochándome mi atrevido comportamiento y recreándome con cada caricia tuya que aún navegaba por mi cuerpo.  Hasta que mi madre, con esa sutil señal que tenemos las mujeres para saber cuándo una situación se agrava, me increpó:

-¡Me vas a decir qué te pasó!  ¡Quién te hizo daño!

Era imposible mentirle a mi madre sobre lo que ella sabía del primer encuentro con el amor; temía que fuera de extrema gravedad con un posible fruto extramarital y arreció con sus cuestionamientos:

-¡Me dirás el nombre del tipo, que yo me encargaré de hacerle cumplir con su deber!

En ese momento no pensaba en mí sino en ti.  Me parecía injusto que te sindicara por una situación que yo había propiciado en mi condición de mujer enamorada y que tú supiste afrontar sin herirme.  Y volví a protegerte.  Nunca dije tu nombre ni el menor indicio para que te descubrieran.  Le conté a mi madre lo sucedido sin que aparecieras tú como el incitador.  Dije la verdad incompleta, porque tu nombre nunca salió de mis labios y, pese al incisivo cuestionario, te retraté como eras, como eres, sin adornar lugares, ni trabajo, ni estudio, que pudieran relacionarte.  En eso no claudiqué.  Al fin mi madre soltó una conclusión agresiva:

-¡Te enamoraste del primer pendejo que conociste!

Y planteó sus condiciones:

-De esta te salvaste, pero de la próxima quién sabe.  Si lo querés como novio, primero me lo traés aquí, que yo veré si te conviene.  ¡Mientras tanto, te prohibo que lo volvás a ver!

Fue mi primer regaño de amor y me lo dio mi madre con la autoridad que le permitió criar a cuatro mocosas.  Tú y yo seguimos nuestras rutinas sin vernos.  Para mí fue el primitivo escaño que me permitió conocer los conflictos que generaba el amor y le di plena razón a mi madre; para ti, no sé; seguiste tu actividad, de la cual yo estaba pendiente; tanto, que evité que me vieras y me hablaras porque sería como un canto de sirena imposible de rechazar. Lo sabía.  Seguramente pensaste que mi amor terminó con mi primer susto y tal vez lo diste por cancelado.

No te volví a ver durante el tiempo que pasé de ser una adolescente a una señorita con afanes académicos.  Tu recuerdo, el más bello de niña, me acompaña.  
Sé que te graduaste y te casaste; lo sé, porque hoy he visto a tu hijo, acostado en la cama que pudo ser nuestra, manoteando sus primeros tres meses.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Los que nos gobiernan.

En entrevista radial reciente le preguntaban a uno de nuestros alcaldes:
-Señor alcalde, ¿qué va a hacer después de que termine su periodo de gobierno?
Con la inmediatez que da la ignorancia contestó:
-Pues, terminar la primaria.


Una vez elegido uno de los pintorescos presidentes iberoamericanos que ostentaba algunos títulos universitarios “Honoris Causa”, entrevistaron a su señora madre (la de él):
-Señora, ¿para usted qué significa que hayan elegido a su hijo presidente de la república?
-Bueno, me da pena; pues si yo hubiera sabido que iba a ser presidente, lo habría puesto a estudiar.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Gobernantes incultos: ciudad moderna.

La ciudad de Popayán, Colombia, siempre ha estado unida a justos, y a otros errados, cuando no inconvenientes apelativos. Fue tildada como la “Jerusalén de América” por la pompa de sus procesiones de Semana Santa que imitan al Viacrucis cristiano del Gólgota. Más Atrás le habían colgado el epígrafe de “Ciudad procera”, por el fusilamiento de sus numerosos y sobresalientes hijos que ordenó Pablo Morillo y ejecutó Pascual Enrile, en la época de la Reconquista española. Después de la creación de la Universidad del Cauca en 1827, se le otorgó el título de “Ciudad universitaria”; luego se dio paso al de “Ciudad blanca” y no se cuándo le atribuyeron el de “Ciudad culta”, presumo que fue por la intensa actividad cultural en las décadas de 1930 y 1940, cuando teníamos poetas y educadores de talla mundial y más revistas culturales que las que ahora tiene todo el país.
Este último apelativo comenzó a deteriorarse con los alcaldes que nos impusieron y que hemos elegido en los recientes años.

Por el año 1950, si la memoria de mi informante guarda cierta fidelidad, un compositor creó una pieza musical con ritmo tropical cuyo título era “Popayán de mis amores”; la estrenó con orquesta en el edificio de la Alcaldía y le planteó al alcalde de entonces que le cedía los derechos a la ciudad por un valor que era aceptable para la época. El alcalde en principio dijo sí –como novia apresurada–, pero luego naufragó en las borrascas burocráticas que le sirvieron de pretexto para no cumplirle al compositor. Esa composición musical fue adoptada por un alcalde de mayor ímpetu cultural y administrativo y hoy se llama “Medellín de mis amores”.
  

Ahora, vendría bien replantear el apelativo de “Ciudad culta” y cedérselo a Medellín, porque a nosotros –por haber elegido alcaldes sonsos– nos quedó grande. No puede ser Popayán una ciudad culta cuando se han cerrado todas las librerías y hay sólo una biblioteca pública  –la del Banco de la República que no funciona los sábados por la tarde ni los domingos, como si aquí hubiera actividad recreativa un fin de semana–. Tampoco es culta una ciudad cuyas escasas publicaciones informativas y literarias son frívolas, mezquinas, mal escritas y truculentas, donde es imposible destacar el buen gusto y allí nunca florecerá el pensamiento innovador.  Los barrios populares tienen cantinas y guaraperías pero no bibliotecas públicas; y los alcaldes y sus flamantes –e ignorantes secretarios de gobierno se quejan de la delincuencia y creen que con el aumento de las fuerzas represivas la van a acabar. Nunca, en un sistema capitalista, se va a erradicar un producto del capitalismo, y la delincuencia es uno de sus productos refinados. Pero aún bajo el capitalismo se puede atenuar ese flagelo con cultura y recreación, dos actividades que los alcaldes las consideran marginales. No voy a dar ideas, porque éstas tienen un valor que cuesta en nuestro sistema –y no me las van a pagar–, pero me sorprende la falta de imaginación de nuestros políticos para actividades diferentes a las de esquilmar al Estado. Tienen múltiples formas de hacer cultura y recreación y aumentar los ingresos municipales, sin embargo no las ven y si las vieran, les falta esa acción innovadora para ejecutar –una de las cualidades políticas que tampoco tienen–. Siempre miran el obstáculo pero no la pértiga para saltarlo.

Popayán tiene un archivo histórico que es valioso para toda la América hispana, de esto saben en España y las grandes capitales de América. Aquí, el alcalde y el gobernador pasan por ignorantes –desconocen lo que tienen– e indolentes –saben pronunciar las palabras mágicas: no hay presupuesto–  ante el deterioro de documentos valiosos en un edificio que necesita con urgencia ampliación y mejoras para evitar la humedad. El alcalde, y en menor medida el gobernador, necesitan obras para mostrar al electorado y a su director político –los partidos se están acabando, y ya es hora de que se acaben porque en casi doscientos años no resolvieron el problema social– con vistas al próximo debate electoral; obras civiles que se puedan inaugurar, que tienen implícita la financiación de las campañas. La cultura y la recreación pueden esperar indefinidamente. No puede ser culta, nuestra ciudad, cuando pasivamente deja destruir  el más valioso patrimonio labrado en siglos, como es la memoria histórica.

Así estamos; lo de “Ciudad culta” dejémoselo a esas ciudades donde los ciudadanos son cultos, es decir, personas que respetan a las demás personas; que no hacen rampas en los andenes para proteger a sus vehículos en perjuicio de los caminantes; que no parquean en los andenes, obligando al peatón a transitar por la calzada; que tienen consideración por los ancianos y los niños y no como nuestros taxistas, que además de echarles el carro encima, les enciman el término “movete cabrón”, cuando son decentes; que dicen “buenos días”, cuando entran a una oficina, así la secretaria no conteste; que dicen “gracias”, cuando reciben un servicio aunque sea comprado; que responden educadamente cualquier solicitud por torpe que sea; que amen a la mujer por encima de todas las cosas y no la maltraten.

Por estas y otras razones ya no somos la “Ciudad culta”, falta que se nos acabe la capacidad de reacción para enderezar el camino.  

viernes, 3 de diciembre de 2010

Breves:

Epitafios:

“Aquí yace un alentado, que nadie creía que estaba enfermo”.

“¿Vos sí creés que estoy aquí?”


Expresión de una de nuestras recientes divas:

“Yo soy muy franca, muy sincera, me lo repiten todos los días mil personas”.


Muy breves:

¿Para dónde van las pulgas cuando mueren?
Para el pulgatorio.

¿Cuál es el idioma de las tortugas?
El tortugués


Sobre la caída del pelo.

Un amigo desentejado había llegado a tal grado de resignación, que decía que lo único que detenía la caída del pelo era el suelo. Era visible en todas partes por su brillantez; asediado por las damas atrevidas y las tímidas –que son más atrevidas donde nadie las ve–. Los hombres también se le arrimaban para compartir esa bendita suerte de Valentino.
Un envidioso, que no falta, le obsequió una llamativa gorra vasca, curada, y empezó el traspié: las jóvenes lo veían como un señor mayor y en declive; la poderosa atracción disminuyó tanto, como la oscura importancia de la prenda que usan los catanos para esconder las pocas canas que el tiempo deshilacha. Hasta que una encantadora sobrina le quitó el maleficio.
La bella niña, que cruzaba el semestre cumbre de los futuros médicos, le regaló una charla sobre testosterona y su infalible fórmula para encender la pasión femenina. El hombre que la poseía en grado sumo, decía la preciosa hija de Hipócrates, con autoridad, se distinguía por tener un cráneo brillante, como se acostumbra en estos tiempos.
Ahí fue cuando nuestro amigo recobró su virilidad suspendida: tiró al basurero más grande la anti masculina gorra vasca curada.

domingo, 28 de noviembre de 2010

“Revolución educativa”.

Tengo la costumbre de dialogar con jóvenes por la bendita pretensión de enseñar; no sé si ellos asimilan mis ideas o simplemente las oyen sin escucharlas, pero algo debe quedar de todo lo dicho. A veces se genera controversia que siempre es saludable para la inteligencia. Es una forma de educar. La misma que se ha perdido con la tal “Revolución Educativa” que pretende formar técnicos, tecnólogos, ingenieros de seis semestres, que sólo hagan, que obedezcan, que no pregunten, que no piensen, que no cuestionen. Según esta nefasta política –exaltada por un escritor de pergaminos, William Ospina, que también desparramó incienso para el sistema de salud– se debe ampliar la cobertura escolar, se debe mejorar la calidad educativa y se debe enfatizar en la adopción de valores.

Ampliar la cobertura escolar es, bajo esta política, aumentar la materia prima de un gran negocio aupado por el Estado. Cuando la educación dejó de ser un derecho de los ciudadanos y pasó a ser un servicio, se dio la primera estocada para llevarla a la privatización.  Ahora, con la rimbombante “Revolución Educativa”, dejó de ser un servicio y pasó descaradamente a ser un negocio. La estocada final la acaba de dar el Ministro de Hacienda, un señor Echeverry formado en las escuelas neo liberales de Estados Unidos, cuando dijo que el Estado no tiene recursos económicos para atender la gratuidad de los programas educativos de pre escolar, primaria, y secundaria. (En este caso, el mandato de la Constitución Nacional vale huevo.) Si hacemos la pregunta ¿quién asumirá este nicho educativo?, la respuesta nos la da el objetivo de esa política de ampliación de la cobertura educativa: la empresa privada.

Mejorar la calidad educativa es sencillamente formar técnicos en la clase baja, tecnólogos en la media y profesionales en la alta. Cada clase social, en su orden económico, tendrá la educación que pueda pagar. Eso sí, de calidad en su campo. Un técnico, por ejemplo, debe ser altamente productivo, de suerte que le permita trabajar durante varios meses, orgulloso, en las maquilas de empresas transnacionales, por comida. Suficiente. La clase media no producirá profesionales, porque su alcance económico escasamente le permitirá una tecnología que, según el diario El Tiempo, es el futuro de las nuevas generaciones para evitar profesionales varados en los semáforos o manejando taxi. Su salario doblará el mínimo, según su productividad, que, claro, establece el patrón con medida conveniente. En cuanto a las élites –éstas ya tienen asegurado el futuro desde la cuna–, pueden ser profesionales de cualquier universidad extranjera que venda títulos especialmente diseñados para su presupuesto, que es ilimitado. Hasta se darán el lujo de tener profesionales en energía nuclear que no sepan resolver una ecuación diferencial. De todas maneras ellos mandan –nunca hacen– y un título es un mandato que no todos pueden exhibir. Todo lo permite el dinero en nuestro paraíso neo liberal; el problema reside en que el dinero reposa en muy pocas manos, razón de la pobreza y la opulencia. Esta reflexión, brevemente esbozada, expresa una realidad inmediata: se eliminará la universidad pública. Las instituciones de educación técnica y tecnológica serán privadas, estimuladas por una infame competencia.

Los llamados valores, son todos religiosos. Desde el principio de la República, al entregar el Estado la educación a la iglesia católica, nos marcó el camino del bien que no es otro que la exaltación de la pobreza, la humildad frente a los poderosos, la resignación fatua, la adopción de dogmas sin discusión, la aceptación de mentiras repetidas miles de veces como verdades, la inutilización del cerebro para pensar, la pérdida de memoria. La educación debería ser laica en un país laico –como lo establece la Constitución Nacional–; sin embargo, la religión católica es determinante en el momento ceremonial y en la otorgación de títulos o en la legalización de saberes.  Es triste, pero la educación colombiana está cimentada en el acopio de información para el desarrollo de algunas habilidades; no está diseñada para pensar. Al estudiante no se le enseña –mucho menos se le obliga– a pensar, sólo a aceptar; acumular sin discernimiento. Y el nuevo estudiante encuentra ese camino fácil del facilismo; se fomenta la promoción automática; la validación espuria.  Por ahí también se llega a la delincuencia, al atajo del crimen, valorado por las películas de gánsteres, exaltado por el machismo norteamericano: no se necesita saber para tener poder.

¡Pobre nuestra educación en manos de los especialistas!
Pero se me olvidaba que esos especialistas observan las tendencias del mercado. Y el mercado laboral –global, si nos atenemos a la nueva jerga– pide mano de obra barata, obreros zombis, y en el peor –¿o mejor?– de los casos, trabajadores desechables.
Ciertos ideólogos de la derecha pregonan que la educación es fundamental para el desarrollo de un país y ponen de ejemplo a los emergentes asiáticos. Sin embargo, predican pero no aplican. Hablan de mejorar la calidad de la educación pero pauperizan al educador y hasta lo persiguen por su calidad de agitador de ideas, que es la verdadera esencia de su trabajo; la formación científica ocupa el último lugar de una escala que encabeza la defensa del Estado con todas sus instituciones represivas, tal como ocurre en las repúblicas africanas que siguen cosechando la violencia que sembraron los europeos. Otras veces, la politiquería hace estragos con el nombramiento de maestros incapaces, recién aterrizados de un fracaso académico, recién vinculados al directorio político de moda, en detrimento de los educadores con vocación pedagógica. 

La educación está vinculada a la política del Estado que nos rige. Si la educación apunta al facilismo, quiere decir que la política ha fracasado, o es la que se impondrá en el inmediato futuro. En cualquiera de los casos, vendría bien cambiarla.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Consulta casi gratis.

En Popayán es costumbre volverse –si no lo es–, tacaño. Hasta los profesionales clásicos adquieren este defecto como una protección frente a tanto pichicato suelto. Le sucedió a un eminente traumatólogo que después de varias detenciones en la vía pública por amigos que le requerían sus conocimientos para ahorrarse la consulta, adoptó una fórmula eficaz y la aplicó con el “Tacaño” Bonilla, quien lo paró por la carrera sexta y levantándose la manga derecha del pantalón, le consultó:

-Doctor Illera, ¿me puede decir qué me echo en la rodilla que me duele con este frio de invierno?

Contestó el galeno:

-Pues te aconsejo que te echés diez mil pesos al bolsillo y pasés por mi consultorio en la tarde. 

domingo, 21 de noviembre de 2010

El día que se apareció la Virgen (Cuento)

El día que se apareció la Virgen
(Cuento)

Y ese día se apareció la Virgen.

Después de un turbio amanecer, frio, con escarcha y un gris pegado a la bóveda celeste, con deberes escolares a medio rayar por el cansancio, derivado de la falta de comida, apareció un sol que prometía calor y brillo permanente. Hasta el hambre se nos había olvidado, cuando empezábamos a alistar los cuadernos y los crayones; más tarde volvió a aparecer cuando mi mamá le dijo a mi papá:

-¿Y ahora qué les damos a los muchachos?

-Espere, mija, voy a ver qué consigo.

Papá salió con el desánimo de quien va a pedir y no a comprar. Mamá fue a escarbar en la cocina y encontró un pedazo de panela mordido, casi con redondez esférica. Sentados sobre unas bancas de tablas, en una pieza de pobres, estábamos mis tres hermanas y mis tres hermanos, con los cuadernos metidos en chuspas plásticas, esperando el desayuno. Pero no olía a café, ni a pan, ni a aguapanela. Mi padre ya ajustaba quince días sin trabajo y sus escasos ahorros se habían agotado buscando otro. A mi madre le pagaban los universitarios por el lavado de la ropa a fin de mes; los estudiantes estaban, igual que nosotros, esperando que los auxiliaran sus padres. Sin la desesperación que da la inocencia, mis hermanos menores jugaban con los lápices y se reían por infantiles ocurrencias. Llegó mi papá con tres panes y un dolor en todo el cuerpo.

-Mija: no me quisieron fiar; sólo me regalaron esto.

Mi mamá iba a colocar una olla con agua en la cocina de leña para derretir el pedazo de panela, cuando hizo la afirmación:

-Mejor no mandemos los niños al colegio.

Mi padre, desanimado, puso los tres panes en la mesa y mirándonos con ternura nos preguntó:

-¿Quiénes quieren ir a estudiar?

Supimos entonces que esos panes iban a ser repartidos, con la aguapanela, entre los que levantaran la mano, asintiendo. Nadie se atrevió. Volvió a preguntar, esta vez con una decisión:

-¿Quiénes van? Para darles el pan.

Los menores estaban felices por no ir a la escuela y no levantaron la mano; los más grandecitos estaban indecisos; yo, el responsable por mayoría de edad, tenía obligaciones definitivas en el colegio pero no me parecía justo comer el pan frente a mis hermanos hambrientos. Mis padres estaban a punto de tomar la decisión de no permitir la ida al estudio cuando golpearon la puerta. Abrió mi mamá. Una señora alta, blanca, gorda, de trenzas canosas, con bata y pañolón negros apareció, como la veíamos siempre en la iglesia del Perpetuo Socorro, diligente y misteriosa.

-Misiá María: Estamos recogiendo unas limosnitas para la Virgen porque ya se acerca la fiesta de mayo. Le traigo la imagen para que nos haga el favor de tenerla en su casa por ocho días, a ver qué se puede recoger.

La señora grande entregó una preciosa imagen, enmarcada en madera, de la Virgen y el Niño, protegida por un cristal, en cuya base, empotrada como un todo, estaba la alcancía, resguardada por una chapa elemental. Era una práctica, entre religiosa y cívica, que cada hogar tuviera a la Virgen por una semana, como amparo y para recolectar unas limosnas. Sonaron las monedas por el movimiento de entregar y recibir la imagen.

-Con mucho gusto, doña Saturia. Déjela, que aquí vienen familiares que pueden ayudar.

Mi mamá colocó a la Virgen al lado de los tres panes y volvieron a sonar las monedas. Ella, de fuertes arraigos católicos, se echó una bendición espontánea e inocente.

-Mamá –dije yo–, allí en esa alcancía tenemos lo del desayuno.
Mis hermanos se rieron. Mi papá me observó con curiosidad.

-¡Cómo se le ocurre, hijo, eso es pecado, coger lo que no es de uno y menos lo de la Virgen!

Era imposible transgredir una fijación mental religiosa, esculpida durante siglos con temores, engaños, miedos y errores, así que hice una reflexión católica para resolver el hambre de la familia:

-Mamá: mire bien y verá que la Virgen nos está ayudando. Ella se dio cuenta de que no tenemos para el desayuno y se aparece, preciso, en el momento en que más la necesitamos. Podemos sacar lo necesario y dejamos el resto. Apenas lo vamos a tomar prestado; cuando doña Saturia vuelva, ya le habremos repuesto lo que le quitemos.

-Mija, creo que el muchacho tiene razón –dijo mi papá–. Podemos desayunar con parte de lo que está allí y reponerlo antes de que venga doña Saturia.

-Pues yo no sé…

Sin decir más, empecé a abrir la chapa. Mi mamá se hizo la que no veía, mi papá se quedó en silencio. Una risita cómplice de mis hermanos me daba ánimo para abrir, sin dañar, la providencial alcancía. Aparecieron las monedas; fui contando para comprar los huevos –hacía rato que no comíamos pericos–, el pambazo –delicioso pan de afrecho que misiá Esmelia horneaba en la esquina desde las cinco de la mañana–, el café para colar, que reemplazaba a la aguapanela, la mitad de un queso campesino, el aceite y la sal. Hechas las cuentas, saqué las monedas y en su reemplazo coloqué unas piedritas, que consiguieron mis hermanos, para balancear el peso. Mi mamá se echaba la bendición, mis hermanos se reían curiosos y mi papá no pudo evitar una sonrisa. Yo mismo fui a comprar lo del desayuno, mientras mi mamá calentaba el fogón.

Ese día, como amanecer de verano, disfrutamos de un desayuno como nunca lo habíamos tenido; creo que el hambre represada hizo lo que hace una buena salsa: exaltar los sabores de cada alimento.

Resuelto el hambre, nos fuimos a la escuela y al colegio; del almuerzo ni nos preocupábamos, lo veíamos lejano, superfluo y sin sabor. No había manjar igual al desayuno que acabábamos de despachar y no lo hubo por mucho tiempo.

La situación mejoró desde entonces. La Virgen, con su alcancía, permaneció sobre la mesa sin que alguien, de los esporádicos visitantes –primos y vecinos, más necesitados que nosotros–, atinara a depositar una leve ofrenda en metálico; sólo servía para obligar a una genuflexión. Nosotros, con la inconsciencia de la pobreza, nos olvidamos de reponer las monedas extraídas; mi mamá sólo hacía rezos de agradecimiento a la imagen y mi papá a cada rato la cambiaba de sitio hasta que fue volviéndose un estorbo.

Doña Saturia se apareció, precisa, a los ocho días; le agradeció a mi mamá su apoyo sin notar nada anormal, sin preguntar, sin sospechar…

-Espero que nos acompañe el trece de mayo a la fiesta, doña María-, dijo la grandota señora.

-Seguro que allí estaremos todos, doña Saturia.

Mi pobre madre, que aún cree en milagros, se extrañó de que doña Saturia no volviera nunca más.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Terror en el panteón.

Entre el barrio Pandiguando y el Camilo Torres queda el cementerio central. Durante las épocas en que ese sector daba miedo por la oscuridad y la soledad, llegó un borrachito a media jala y a mitad de la noche, camino al barrio Chuny, y se apostó en la esquina con un terror bárbaro que le impedía seguir. Sin plata para coger un taxi, sin ninguna autoridad que lo auxiliara y con la preocupación por los espantos sueltos, aventuró unos pasos hasta la entrada al camposanto. Allí divisó a un señor recostado al portal, barbado, tranquilo, que fumaba sin ninguna preocupación y esa escena le dio el valor que necesitaba para continuar su camino. Sin embargo el beodo, curioso, en medio de la rasca que por eso les pasa lo que les pasa, le dio por preguntar al barbudo:
-¿Señor, usted va para Chuny?
-No señor-, contestó.
-¿Y esto por aquí no es peligroso?-insistió el borrachito.
-Que yo sepa, no.
-¿Y a usted no le da miedo?
-No. Pero cuando estaba vivo, sí.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Recuerdos en Machupicchu (Relato)

Recuerdos en Machupicchu
(Relato)
Estaba recostado sobre la parte más alta de Machupicchu, de donde se divisa la gran plaza como alfombra verde en perenne compañía de las alpacas; de donde se observan las construcciones milenarias en rocas geométricas, los abismos atenuados por terrazas de prodigio hidráulico y se ve más cerca el pico elevado de Guaynapicchu que pretende horadar el cielo inmensamente azul. Un viento, como sacudido de muselina, acariciaba mi cuerpo sudoroso por el trajín de caminar, parar y volver a caminar con el guía y otros turistas. Estaba exhausto y me estiré, cual crucificado sin cruz, sobre el prado verde mirando únicamente al cielo.  

En Machupicchu todo es mágico; hay absoluta paz.


Dejé libre mi cerebro para recibir las sensaciones de un viaje anhelado por años, acariciado por la osadía juvenil y sólo concretado en la madurez. Pero el cerebro es inquieto y agitado en estos parajes que incitan  a una tranquilidad espiritual, propicia para la creación artística o la reflexión filosófica o la elucubración científica. Sobre ese despliegue de armonía sideral vino a mi memoria –inefable sucesión de casualidades– el momento, en Colombia, en que Hugo Maya Tobar – entrañable amigo de aventuras–, mientras disfrutaba un café negro, caliente, con pambazo, a las tres de la tarde de un viernes, de un noviembre, de mil novecientos setenta y nueve, me dijo:


-Tenemos que ir a Machupicchu.


Conociendo su admiración por la prehistoria americana, no me extrañó que prefiriera un viaje al sur de América primero que a Europa. Empezábamos el recorrido profesional que hacen todos los recién egresados de la universidad, con las alforjas vacías y novedosos proyectos; sueños alcanzables, como todos los sueños de los jóvenes.


-Conocer a nuestros antepasados, aunque sea en ruinas, nos llenará de orgullo-, dijo con recia convicción.


Había leído un libro que se llamaba “El retorno de los brujos” y detestaba la especulación que hacía sobre los habitantes precolombinos. Ante la incapacidad científica para explicar sus grandes y perfectas construcciones y misterios como las figuras de Nasca y los acueductos de hace siete mil años –que todavía funcionan– en pleno desierto, los autores del libro sostenían, sin ningún fundamento válido, que esas construcciones fueron hechas por extraterrestres.


-Ahora resulta que la cultura nuestra no es nuestra y como no se la pueden acomodar a los europeos, entonces fue trabajo de extraterrestres-, decía con argumentación febril, llena de fuerte ironía.


Y agregaba:


-Para los europeos sólo los europeos pueden hacer obras gigantescas. Los demás son enanos, ignorantes, cuando no salvajes.  


En ese momento hicimos el propósito de conocer esos misterios que impedían –o tal vez permitían– saber quiénes éramos antes de la llegada del invasor ibérico. Fue como una tácita promesa, un pacto de jóvenes que ansiábamos cumplir en breve. El tiempo que nos llevó a la madurez, se encargó de otorgarnos otros deberes que fueron posponiendo nuestras utopías. Hugo se fue por caminos diferentes –remotos, no tanto por la distancia como por el tiempo de ausencia– que le hicieron ascender en conocimientos y estabilidad económica. Yo hice otro tanto, en circunstancias distintas, sin alejarme de mi cercano terruño. Quedamos en antípodas de intereses.


Alguna vez el mar Caribe volvió a refrescar nuestros delirios. Bajo el agobiante calor de Barranquilla y la insistente brisa de verano, Hugo, con su aguda inteligencia, sopesó mi condición de hombre felizmente obligado por una mujer y un hijo de seis años y sentenció:


-Tal vez la única manera de ir a Machupicchu sería en familia.


Era como establecer una barrera insalvable, en su condición de hombre libre de ataduras familiares, que me encargué de anularla:


-En las vacaciones de empresa podríamos destinar una semana para ese propósito.


-Ya veremos que no es tan fácil-, dijo con una concluyente certeza.


El paso de los almanaques le dio la razón.





El guía turístico peruano, con su voz de sargento primero, gritó en la parte baja, próximo al arco de ingreso y egreso de la ciudad de piedra:


-¡Salimos para Aguascalientes en treinta minutos!


Mientras se agotaban esos treinta minutos sentí claro, nítido, el vacío por la ausencia de Hugo. Percibí el frio bogotano de la trágica noche que, como todo absurdo, nunca debió suceder. No fue una noche normal para Hugo; su comportamiento fue diferente de la rutina diaria y como en un fatal azar, todo sucedió sin seguir el trazado trámite. Era viernes y siempre se escapaba con los amigos a los conversatorios de café, esa vez faltó; llegaba tarde a casa, pero entonces iba temprano por las congestionadas calles bogotanas; era buen conductor de automóvil, sin embargo nunca quiso prever que un ignorante ebrio condujera una volqueta en contravía. Quien lo amaba lo esperaba, pero en la noche más tardía. Él, que era tranquilo por su calculado razonamiento, apresuró a encontrarse con su destino ese oscuro viernes de mil novecientos noventa y dos.

Me incorporé sobre el césped, adopté la posición hindú para descansar, miré al frente y vi montañas encadenadas. Vi el misterio de una cultura aniquilada por otros humanos violentos y vi también el espléndido cofre de sabiduría que es esta pequeña fortaleza sin murallas, protegida por los abismos y las cordilleras. Todo era maravilloso en un día esplendoroso. Cóndores que volaban en suspensión cadenciosa en el más puro azul de los Andes con el trasfondo de imponentes montañas blancas; brisa cálida a tres mil seiscientos metros de altura  sobre el nivel del mar lejano. Súbitamente cayeron sobre mis brazos dos gotas de un caudal de lágrimas, imposible de detener. Quebró la nostalgia, el encanto de lo natural; sentí el agudo dolor de la impotencia por una vida muerta.


Y grité:


-¡Hugo debería estar aquí!


 Fue un largo e inútil lamento de injusticia, una ahogada aflicción expandida hacia el cosmos, un homenaje al amigo, al hombre que quiso conocer sus raíces, al auténtico americano.


Se acercó el guía turístico sin darme cuenta; desde hacía rato me estaba llamando y al oírme gritar y verme llorar había hecho una pausa por respeto a mi dolor. Cuando lo vi, quise decir algo pero él me contuvo:


-No se preocupe, yo le entiendo, yo le espero; cuando termine de llorar le acompañaré hasta el bus. 

sábado, 13 de noviembre de 2010

Entre amigos.

Dos parroquianos, de diferente parroquia, uno del barrio Las Américas y el otro del barrio La Pamba; ambos consuetudinarios practicantes de la ironía se encontraron en la esquina del Café Alcázar –antes de que el terremoto de 1983 lo convirtiera en lejano recuerdo– y se dedicaron a estrenar chismes. Uno de ellos hizo una pausa para arreglarle el botón de la camisa –sostenido por el ojal equivocado– de su oponente. Después de la acción, reaccionó el afectado:
-¿Pero sí te lavaste las manos?
Y respondió el acomedido:
-No, pero te aseguro que me las lavaré.    

domingo, 7 de noviembre de 2010

Bofetada del Humanismo al Capitalismo.

 DECLARACIONES DE CHICO BUARQUE
MINISTRO DE EDUCACIÓN DE BRASIL.
Durante un debate en una universidad de Estados Unidos, le
preguntaron al ex gobernador del
 Distrito Federal y
Ministro de Educación de Brasil, CRISTOVÃO CHICO
BUARQUE, qué pensaba sobre la internacionalización de la
Amazonia. Un estadounidense en las Naciones Unidas introdujo
su pregunta, diciendo que esperaba la respuesta de un
humanista y no de un brasileño.

Ésta fue la respuesta del Sr. Cristóvão Buarque:

Realmente, como brasileño, sólo hablaría en contra
de la internacionalización de la Amazonia. Por más que
nuestros gobiernos no cuiden debidamente ese patrimonio,
él es nuestro.

Como humanista, sintiendo el riesgo de la degradación
ambiental que sufre la Amazonia, puedo imaginar su
internacionalización, como también de todo lo demás, que
es de suma importancia para la humanidad.

Si la Amazonia, desde una ética humanista, debe ser
internacionalizada, internacionalicemos también las
reservas de petróleo del mundo entero.

El petróleo es tan importante para el bienestar de la
humanidad como la Amazonia para nuestro futuro. A pesar de
eso, los dueños de las reservas creen tener el derecho de
aumentar o disminuir la extracción de petróleo y subir o no su precio.

De la misma forma, el capital financiero de los países
ricos debería ser internacionalizado. Si la Amazonia es una
reserva para todos los seres humanos, no se debería quemar
solamente por la voluntad de un dueño o de un país. Quemar
la Amazonia es tan grave como el desempleo provocado por las
decisiones arbitrarias de los especuladores globales.

No podemos permitir que las reservas financieras sirvan para
quemar países enteros en la voluptuosidad de la especulación.

También, antes que la Amazonia, me gustaría ver la
internacionalización de los grandes
 museos del mundo.
El Louvre no debe pertenecer solo a Francia.
Cada museo del mundo es el guardián de las piezas más bellas producidas por el genio humano. No se puede dejar que ese patrimonio cultural, como es el patrimonio natural amazónico, sea manipulado y destruido por el sólo placer de un propietario o de un país.

No hace mucho tiempo, un millonario japonés decidió
enterrar, junto con él, un cuadro de un gran maestro.
Por el contrario, ese cuadro tendría que haber sido
internacionalizado.

Durante este encuentro, las Naciones Unidas están
realizando el Foro del Milenio, pero algunos presidentes de
países tuvieron dificultades para participar, debido a
situaciones desagradables surgidas en la frontera de los
EE.UU. Por eso, creo que Nueva York, como sede de las
Naciones Unidas, debe ser internacionalizada. Por lo menos
Manhattan debería pertenecer a toda la humanidad.
De la misma forma que París, Venecia, Roma, Londres, Río de
Janeiro, Brasilia... cada ciudad, con su belleza específica, su historia del mundo, debería pertenecer al mundo entero.

Si EEUU quiere internacionalizar la Amazonia, para no
correr el riesgo de dejarla en manos de los brasileños, internacionalicemos todos los arsenales nucleares. Basta pensar que ellos ya demostraron que son capaces de usar esas armas, provocando una destrucción miles de veces mayor que las lamentables quemas realizadas en los bosques de Brasil.

En sus discursos, los actuales candidatos a la presidencia
de los Estados Unidos han defendido la idea de internacionalizar las reservas forestales del mundo a cambio de la deuda.

Comencemos usando esa deuda para garantizar que cada niño
del mundo tenga la posibilidad de comer y de ir a la
escuela. Internacionalicemos a los niños, tratándolos a
todos ellos sin importar el país donde nacieron, como
patrimonio que merecen los cuidados del mundo entero. Mucho
más de lo que se merece la Amazonia. Cuando los dirigentes
traten a los niños pobres del mundo como Patrimonio de la
Humanidad, no permitirán que trabajen cuando deberían
estudiar; que mueran cuando deberían vivir.

Como humanista, acepto defender la internacionalización
del mundo; pero, mientras
 el mundo me trate como brasileño,
lucharé para que la Amazonia, sea nuestra. ¡Solamente
nuestra!

NOTA: Este artículo fue publicado en el NEW YORK
TIMES, WASHINGTON POST, USA TODAY y en los diarios de mayor tirada de EUROPA y JAPÓN.


Pero en BRASIL y el resto de Hispanoamérica, este artículo no fue publicado. 

sábado, 6 de noviembre de 2010

Científico en apuros.

Está comprobado que hay artistas descuidados, matemáticos distraídos y científicos confundidos. Pues bien, una pareja esperaba el tren en una estación europea; él era científico y ella una dulce, común y encantadora mujer. La conversación era tan amena que no permitió medir el tiempo de espera del tren y éste empezó a andar. El científico se percató del movimiento, cogió la maleta y empezó una carrera desaforada para alcanzar la máquina. Exhausto lo logró.
La bella dama reaccionó inmediatamente después de la acción del científico, empezó a correr detrás y por más esfuerzo que hizo, el tren la desbordó. Cansada, paró y vio cómo desaparecía en la distancia el científico con sus brazos agitados en alto.

Se acercó el empleado de control de la estación y como consuelo tardío le dijo a la dama:

-Señora, no se desespere. ¡Créame! He visto muchas despedidas y todas son dramáticas.

La dama alzando la mirada de incrédula le corrigió:

-Señor, la situación es más grave: el doctor que va en ese tren sólo vino a despedirme. La que viajaba era yo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El desayuno de “Chancaca”.

En Popayán, algunas de nuestras damas tienen la costumbre de usar la caridad para satisfacer su filantropía y atenuar la conmiseración por las desgracias ajenas, pero a veces les sale al revés.
Doña Lucía Nates tenía la permanente costumbre de auxiliar al bardo de los pobres, como se llamaba al popular “Chancaca”. En uno de estos lances la señora estiró veinte pesos y le advirtió:

-Bueno “Chancaca”: ahora no te los vas a beber, son para que te metás un buen desayuno.

El músico de flauta, con su voz atiplada y chispa adelantada respondió:

-Misiá Nates, si lo que usted quiere es que yo desayune, le cuesta más.

sábado, 30 de octubre de 2010

Pido la palabra, profesor.

“No creo en las ideologías”, dijo el profesor Prado –excúseme, profesor, pero se me olvidó su nombre–, historiador de la Universidad del Cauca, en su charla del 20 de octubre de 2010 sobre la historia de la guerrillas. (Auditorio del Banco de la República, en Popayán.)
Que lo diga el vendedor de helados o el embolador del parque, vaya y venga; es su apreciación de algo que no entienden. Pero que lance ese juicio al escrutinio público, ante un auditorio de jóvenes estudiantes y catedráticos, todo un profesor de historia, causa desasosiego por no decir desaliento.

Partamos de un principio: el historiador es un investigador del devenir humano y debe observar un riguroso comportamiento conceptual. Cuando el historiador antepone sus convicciones políticas por encima de los hechos que trata, escribe una historia amañada.

El profesor no cree en ideologías pero actúa, piensa y viste, bajo los dictados de la pequeña burguesía, que es una confluencia de comportamiento y pensamiento propio de la democracia capitalista atribuido a quienes no son ricos ni tampoco pobres. El vendedor de helados y el embolador también visten y actúan como lo establece esa democracia; son menores sociales e intuyen –he ahí la ideología– que su lugar está entre sus pares, lejos de los sitios que les son vedados por diferencias de clase y actitud. Dentro de la ideología, ellos son cuasi lumpen-proletarios; si usamos los eufemismos normales, son marginados.

Tal vez lo que el profesor Prado quiso decir –y aquí le cedo el beneficio de la duda–, refiriéndose a las guerrillas colombianas, es que éstas no tienen motivaciones políticas para justificar su existencia. Pero aquí viene otro problema: toda guerrilla tiene motivación política.
En Colombia, desde las primeras de El Patía, pasando por las liberales del siglo veinte y las actuales, tienen orientaciones políticas. Otra situación, muy diferente, es que quienes las combatieron y combaten, lo desconozcan como estrategia de guerra.

Agualongo y sus muchachos, defendían su territorialidad y comunidad aliándose con los realistas que –por táctica– respetaban su modo de vida, al contrario de los criollos que eran mercaderes de esclavos y avasalladores de indios. Las guerrillas liberales, que inicialmente irrumpieron como autodefensas, defendieron sus comunidades campesinas del aniquilamiento sistemático de quienes detentaban el poder desde el siglo diez y nueve: los conservadores. Las guerrillas actuales están en guerra contra el Estado a partir de los bombardeos que el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966) ordenó contra las “repúblicas independientes” (valga decir, comunidades campesinas que tenían sus propias relaciones de producción y comercio), con el apoyo del imperio norteamericano.
Yéndonos más lejos, la guerrilla partisana, verdadera triunfadora de la Segunda Guerra Mundial y real dolor de cabeza del ejército alemán, tenía la motivación política de su lucha contra el nazismo y la liberación de sus pueblos. Más acá, tenemos la de Argel que condujo a la liberación argelina de los franceses; la del Vietcong, que expulsó al invasor norteamericano; la afgana, que lleva casi cien años de guerra contra los imperios que se han atrevido a invadirlos; la irakí, que sostiene el peso de la guerra contra los nuevos amos del mundo. Aquí también aparece una verdad que los poderosos desconocen o quieren desconocer: ninguna guerrilla ha sido derrotada militarmente por un ejército regular.

Hay una propaganda oficial que con el permanente y sistemático uso pretende llegar a ideología; tal vez el profesor Prado, como la mayoría de televidentes y lectores de prensa, la tragó sin digerirla: tomar referencias parciales, individuales y extenderlas en una grosera generalidad. Que haya un combatiente motivado por venganza individual, que haya otro, arrastrado por el hambre, y otro más por afanes delincuenciales, cae en el arte de la literatura pero no en la historia. Sin embargo, sirve para sacar conclusiones que convienen al poder de turno.

Que otros países con iguales problemas que nosotros no tengan guerrillas no descalifican su existencia; los antecedentes históricos la explican, no la justifican. Ningún país es igual a otro y su historia es diferente; se nota porque sus gobiernos son progresistas cuando no opuestos.

Los historiadores tienen la obligación de relatarnos nuestro pasado con desprevención total; sólo así sabremos por qué hemos llegado hasta aquí con problemas propios, diferentes a nuestros vecinos. Sólo así sabremos cómo afrontar el  mañana sin repetir los errores del pasado que impiden el progreso en todos los órdenes.

Grata y difícil misión del historiador.

viernes, 29 de octubre de 2010

Humor en la Ermita.

Bajando por la Ermita venía la absoluta figura de Hernando López, familiar mío por parte de Adán y Eva, doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales –cuando la universidad era justa con lo que enseñaba–, pensionado como juez de indios de Totoró a la mitad –otra injusticia– que sólo alcanza para engordar la panza –“porque lo único barato que todavía se consigue es el pan”–, disimular la pobreza y  pagar  los trámites de reajuste, “a ver si me alcanza para un tratamiento estético que es más barato que cualquier otro de una EPS”.
Se quejaba de la salud de su señora madre: “tiene todas las enfermedades de una persona de noventa abriles, comenzando por mi hermano Tiberio”; pero despotricaba por la corrupción galopante en este país:

-Cómo te parece que para que no se note lo que han robado estos corrompidos, van a quitarle tres ceros a la moneda. Así los 16 mil millones de pesos que se perdieron en la Gobernación del Cauca, después de esta benemérita operación económica, quedarán reducidos a 16 millones. ¡Una chichigua!

Sin embargo no puede dejar de lado su ancestral humor –eso lo mantiene feliz en medio de tanto amigo político corrupto– y me refriega con un, por qué:

-A ver chino: ¿por qué los gallos no tienen manos?

Conociéndolo desde las épocas de flacuchentez extrema, supuse que iba a salir con una de las suyas y aventuré:

-Las aves tienen garras.

-¡No, hombre! Porque las gallinas no tienen tetas.

Y siguió:
Anoche, en la penumbra del andén,
Me iba a merendar a la sirvienta
Y, sin saber, enchufé a una parienta.
Moraleja: Has bien y no mires a quién.

Quise echarle uno de los míos, pero Hernando parece una ametralladora atorada cuando se le vienen todas sus ocurrencias.

-¿En qué se parecen las tetas a la sal? En nada, pero ¡ah! gusto que le dan al huevo.

-¿Quién fue la primera mujer?
-Eva.
-¿De dónde salió Eva?
-De una costilla de Adán.
-¿Ves? Ahí hay un error en la Biblia. La primera mujer debió llamarse Ilia por salir de una costilla y no Eva como si hubiera salido de una güeva.

En un breve intervalo de Hernando para respirar, porque la gordura extrema conduce a dejar sin aire el fuelle torácico, intenté:

-Por qué los barrigones…

Pero asentó su manaza derecha en mi hombro para darme un consejo final –viveza del gracioso eterno– antes de que pusiera en entredicho su esférico abdomen:

-Siempre hay que pedirlo, porque si algunas mujeres se enojan, hay otras que agradecen que las tengan en cuenta.

Se despidió –poniéndose de perfil que para el caso era como estar de frente–, como lo hacen los humoristas avezados:

-Me quedás debiendo el de los barrigones. ¡Chao!

domingo, 24 de octubre de 2010

Conversación moderna.

Diálogo en la cadena radial Caracol, el domingo 17 de octubre de 2010, tipo ocho y media de la mañana:

Ella: ¿Le gusta, Ricardo-Jorge, esta canción?
Empezó a sonar “El cuchipe” cantado por Carlos Julio Ramírez.
El: ¡Pero si eso es de hace mil años!
Ella: ¿Y ésta?
Volvió a sonar “El cuchipe”, esta vez cantado por Briggite Bardot.
El: Tiene dificultad con el idioma.
Ella: Ahí canta Briggite Bardot.
El: ¡No puede ser! ¿Briggite Bardot?
Ella: ¿Le suena ésta?
Otra vez “El cuchipe” se escuchó interpretado por un grupo de música moderna.
El: Me suena.
Comentarios:
Ricardo-Jorge exhibió la juventud para tapar su ignorancia sobre la música colombiana, imperdonable en un comunicador nacional.
Ricardo-Jorge respondió lo que no le habían preguntado para menospreciar el arte colombiano de siempre.
Ricardo-Jorge fue sorprendido por la voz de la francesa Briggite, pero siendo más antigua que “El cuchipe”, no se refirió a ella como de “hace mil años”.
Ricardo-Jorge apreció “El cuchipe” cuando lo tocaba el grupo moderno, no como música colombiana sino como música moderna.
Conclusión:
Ricardo-Jorge es joven.