Bajando por la Ermita venía la absoluta figura de Hernando López, familiar mío por parte de Adán y Eva, doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales –cuando la universidad era justa con lo que enseñaba–, pensionado como juez de indios de Totoró a la mitad –otra injusticia– que sólo alcanza para engordar la panza –“porque lo único barato que todavía se consigue es el pan”–, disimular la pobreza y pagar los trámites de reajuste, “a ver si me alcanza para un tratamiento estético que es más barato que cualquier otro de una EPS”.
Se quejaba de la salud de su señora madre: “tiene todas las enfermedades de una persona de noventa abriles, comenzando por mi hermano Tiberio”; pero despotricaba por la corrupción galopante en este país:
-Cómo te parece que para que no se note lo que han robado estos corrompidos, van a quitarle tres ceros a la moneda. Así los 16 mil millones de pesos que se perdieron en la Gobernación del Cauca, después de esta benemérita operación económica, quedarán reducidos a 16 millones. ¡Una chichigua!
Sin embargo no puede dejar de lado su ancestral humor –eso lo mantiene feliz en medio de tanto amigo político corrupto– y me refriega con un, por qué:
-A ver chino: ¿por qué los gallos no tienen manos?
Conociéndolo desde las épocas de flacuchentez extrema, supuse que iba a salir con una de las suyas y aventuré:
-Las aves tienen garras.
-¡No, hombre! Porque las gallinas no tienen tetas.
Y siguió:
Anoche, en la penumbra del andén,
Me iba a merendar a la sirvienta
Y, sin saber, enchufé a una parienta.
Moraleja: Has bien y no mires a quién.
Quise echarle uno de los míos, pero Hernando parece una ametralladora atorada cuando se le vienen todas sus ocurrencias.
-¿En qué se parecen las tetas a la sal? En nada, pero ¡ah! gusto que le dan al huevo.
-¿Quién fue la primera mujer?
-Eva.
-¿De dónde salió Eva?
-De una costilla de Adán.
-¿Ves? Ahí hay un error en la Biblia. La primera mujer debió llamarse Ilia por salir de una costilla y no Eva como si hubiera salido de una güeva.
En un breve intervalo de Hernando para respirar, porque la gordura extrema conduce a dejar sin aire el fuelle torácico, intenté:
-Por qué los barrigones…
Pero asentó su manaza derecha en mi hombro para darme un consejo final –viveza del gracioso eterno– antes de que pusiera en entredicho su esférico abdomen:
-Siempre hay que pedirlo, porque si algunas mujeres se enojan, hay otras que agradecen que las tengan en cuenta.
Se despidió –poniéndose de perfil que para el caso era como estar de frente–, como lo hacen los humoristas avezados:
-Me quedás debiendo el de los barrigones. ¡Chao!
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