Cuando llegó la PM
(Cuento)
Cuando llegó la PM, eran las cuatro de la mañana del catorce de noviembre de mil novecientos cincuenta y dos. A mis trece años de edad no sentía miedo sino pereza para levantarme. Y seguí durmiendo. No por mucho tiempo, porque el terror de mi madre emitía rezos guturales en la oscuridad y mi padre me cobijaba con sus brazos como nunca lo había hecho. Vivíamos en El Topacio, una vereda perdida en la cordillera central, al norte del Tolima, donde sólo sabíamos de sembrar café y plátano; criar marranos y gallinas; ir a la escuela y a misa los domingos.
-¡Levantarse todos los hombres!-, tronó el comandante de la patrulla, a quien sus soldados le decían mi capitán.
Mi padre empezó a temblar; lo supe por la forma como resbalaban sus manos sobre la cobija.
-¡Muévanse, güevones! ¡Afuera, si no quieren que los saquemos a culatazos!-, volvió a gritar el capitán.
Todos los hombres de la vereda salieron de sus casas, algunos con ropa menor, otros con los vestidos de faena, apresurados, temerosos. Las mujeres lloraban.
-¡Me hacen una fila india, de aquí p`abajo! ¡Si queda algún hombre escondido en las casas lo fusilaremos sin contemplación! ¡Deben salir todos!
Los perros ladraban furiosos porque tal vez les turbaron el sueño o les quitaban a sus amos. Bastó que el capitán disparara dos veces su pistola para que chillaran los perros grandes y todo quedara en silencio.
Mi madre no podía sostenerse del dolor y se apuntalaba en el umbral de la puerta con una cobija terciada alrededor del cuello.
Empezaba un gris amanecer.
Un soldado se acercó y me ordenó:
-¡A la fila!
-¡Pero si es un niño!-, reclamó mi madre en su angustia.
-¡A la fila!-, retumbó el soldado y obedecí.
-¿Qué les van a hacer, por Dios?
El capitán ordenó que la formación improvisada de campesinos se moviera rumbo a la escuela. Los soldados, como fieras rabiosas, empujaban a los hombres.
La escuela era un gran salón construido en madera; allí, sobre ese alto, el profesor nos hablaba de una patria que había que querer como a la madre; que había que aprender a leer y escribir para ser mejores ciudadanos. Nos enseñaba el Himno Nacional y el Bunde Tolimense y siempre los cantábamos al empezar las clases; más el Bunde que el Himno.
El gusano de labriegos, enfilado de terror, empezaba a moverse y alargarse en medio de fusiles y soldados. Vi cómo el capitán se apostó cerca de mí, se quitó el casco verde oliva y vi sus dorados cabellos crespos, vi su mirada café clara y una nariz ancha que resoplaba oxígeno. Iba en la mitad de la cuesta cuando doña Filomena gritó:
-¡Anselmo!
Sin pensar, sin ninguna precaución, salí de la fila y llegué a su casa, allí enfrente.
-Ve por detrás que tu mamá te llama-.
Así fue como volví donde mi madre, que yacía en el piso. Se incorporó al verme y pareció revivir, con plena vitalidad.
-¡Vete, Anselmo! ¡Ve donde tu padrino Pedro Antonio y cuéntale lo que pasa aquí! ¡Ve por detrás de las casas para que no te vean los soldados!
Empecé una carrera desbocada por entre las plataneras. En mi reflexión de niño creía que mi padrino iba a sacar a mi papá de la fila, que iba a castigar a los soldados y regañar al capitán. Cuando llegué a la hondonada oí descargas de fusil; corría por los senderos y seguían sonando y así hasta que me cansé. No se oía nada más, puros tiros de fusil, como matando pájaros. Volví a correr y seguían sonando. Entonces supe que mi padrino ya no podía hacer nada.
De esto han pasado treinta años.
Mi madre murió de pena moral a los ocho meses; no soportó el dolor por la ausencia de mi padre. No podía olvidar; lo recordaba todos los días, todas las noches, todos los domingos, así hasta que su corazón se debilitó y claudicó. La escuela quedó reducida a escombros achicharrados y en su lugar, hoy, sólo crece el monte, más empinado, como un monumento a la infamia.
-¿Que por qué cuento esta historia? Porque he visto a un hombre viejo con los mismos ademanes, los mismos ojos claros, de cabellos blancos y crespos que me hicieron recordar al verdugo de mi familia. Estoy seguro de que es él. Las circunstancias nos han colocado otra vez frente a frente, las circunstancias me ponen, con ventaja, en el lugar del determinador y él, en potencial subalterno. Inocente, como cuando yo tenía trece años, se presentó en mi oficina para pedirme trabajo, casi implorar el empleo como jefe de seguridad.
-Doctor Anselmo –dijo– estoy a sus órdenes para ocupar la vacante que necesita su empresa-.
Le vi desprevenido, con la dignidad que merece un anciano, y lo traté con amabilidad, como dando una vaga esperanza de enganche; pero cuando se puso de pie y resopló el aire, volvió mi recuerdo trágico hasta los breñales de El Topacio. Estaba débil y enfermo pero se empeñaba en ocultarlo; aparentaba un vigor que no tenía. De ese lejano capitán desalmado no quedaba sino un fardo de huesos débiles; su voz, que en la loma vibraba con sadismo, era un leve murmullo de humildad. Dijo que volvería al día siguiente.
Por eso cuento estas cosas, porque hoy volveré a verlo y mi actitud será diferente. Le preguntaré por esa operación militar que segó la vida de treinta campesinos, entre ellos mi padre. Le diré que yo era el niño que él miró sin lástima; que algunas viudas se enmontaron para vengar la infamia; que la vereda quedó reducida a tres casas ocupadas y quince vacías; que la vida fue más dura que la muerte; que a “Desquite” lo mataron, doce años después, pero fue reemplazado por cinco huérfanos de El Topacio. Sí, ya sé, me dirá que cumplía órdenes superiores; que para dar de baja a tres chusmeros no importaba matar a veintisiete inocentes; que estábamos en guerra y no se podía dejar evidencia de atropellos; que por eso, después de fusilarlos dentro de la escuela, había que quemarlo todo, anular el recuerdo. Todo eso lo sé. Me lo han repetido por treinta años y lo siguen repitiendo. Lo que no entiendo es por qué se obedecen unas órdenes criminales. Por qué no hay compasión por el desarmado. ¿Qué clase de patria es ésta?
Ahora veré si el capitán se acuerda y tiene remordimientos de conciencia; si ya ha purgado esa pena que a mí se me hace irreconciliable con la vida. No siento ningún rencor, y odio, menos; para eso sirve el tiempo, para que las tragedias se vuelvan mohosas referencias; para que podamos sobrellevar una carga de recuerdos sin que nos pese.
-¡Doctor! ¡Doctor!-, interrumpió mis pensamientos, y me puso en el presente, mi secretaria.
-¿Qué pasa, Esperanza?-, pregunté sorprendido.
-Doctor, de la clínica me informan que el capitán que usted está esperando falleció esta mañana de una enfermedad que se llama inanición-.
Sentí un frio húmedo en todo el cuerpo y creo que palidecí. Sin reponerme aún por la noticia, sólo dije sin pensar:
-Gracias, Esperanza-.
Fue un golpe seco, como el embate final de la tragedia, como si acabara de morir la última víctima, como si se quisiera sepultar la ignominia.
Este acontecimiento acabó por cancelar cualquier juicio, la inexorable condena; pero comenzaron los interrogantes...
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