Corrían los meses del año 2006 y yo también corría con mis primeros borradores de un proyecto de libro de humor llamado Memorias de un hombre común. Ingenuo que es uno: creer que nuestras instituciones, en este caso la Universidad del Cauca de la cual soy egresado, con su fronda burocrática, me iban a tender la mano para atenuar los costos de una futura publicación. Y eso que el Vicerrector de Cultura es amigo de tiempos inmemoriales de bachillerato. Pero empezó la cadena interminable de requisitos, de los cuales sólo avancé dos: el primero, de atención, amabilidad y gracejos del Vicerrector y el segundo, de compromiso del librero mayor, quien fue citado por el Vice para que hiciera lo suyo, es decir, echarle una mirada a mi escrito y dar su concepto.
-Lo espero el viernes de la semana entrante para que conozca mi apreciación. –Dijo el librero mayor–.
Confiado, me retiré en medio de felicitaciones por la obra que no había leído el Vice, pero que, por antecedentes colegiales, la presumía óptima. El viernes de la cita aparecí ante el librero que al verme, casi me pide identificación porque no se acordaba quién diablos era yo. Después, rascándose en el bajo cráneo la corona de escaso pelo, semicircular, que unía sus parietales, me dijo:
-Tengo mucho trabajo y no he mirado lo suyo. Venga la próxima semana.
Vi, sobre su escritorio, el arrume de folders, libros hechos y por hacer, que le acepté su razón.
A la semana siguiente se repitió la misma escena y así hasta que llegamos a la navidad de ese año –donde no se hace nada– y empalmamos con la Semana Santa del año 2007 –donde tampoco–. El Vice, aunque nos encontrábamos con frecuencia, nunca preguntó por el estado del hipotético libro. Seguro, era más importante poner la alcayata debajo del barrote del paso semanasantero, que averiguar por las travesuras literarias de un amigo, que ni copartidario es. Tampoco se extrañaron –ni el Vice ni el librero mayor–, cuando les llegó la tarjeta de invitación para asistir al lanzamiento del libro, que, cometiendo todos los errores posibles –de los cuales ellos me habrían podido salvar con una breve asesoría– lo hice imprimir con mis propios recursos económicos y técnicos. Tampoco asistieron al lanzamiento, no creo que por vergüenza, si acaso por el exceso de trabajo.
Hoy el librero mayor me saluda con amabilidad sincera; cabe la posibilidad de que esté madurando el concepto que todavía espero después de cuatro años. Sé que la culpa no es de él; él es un simple engranaje de una burocracia que no funciona para propósitos del pensamiento.
“Algo tienen la burocracias (militares, cortesanas, eclesiásticas, estatales, universitarias, mediáticas, empresariales y sindicales) que desanima la creatividad”. (Gabriel Zaid, La institución invisible, revista El Malpensante, agosto 2010.)
Si algún creador (intelectual, técnico o artístico) quiere de veras ver formalizados sus proyectos, debe acudir a su propia iniciativa. Es lamentable pero así es, debe crear su propia empresa; en caso de que no posea virtudes empresariales no cabe sino la posibilidad de asociarse, o contratar, a un experto en creación de empresas. Acudir a las instituciones formalmente establecidas es inútil, cuando no son esos entes castradores de cualquier iniciativa.
Un último ejemplo: “Recientemente, John Craig Venter, impaciente con la burocracia del Human Genome Project (que el gobierno de los Estados Unidos inició con un grupo de universidades), se lanzó como empresario para demostrar lo que rechazaron: que se podía lograr en menos tiempo y con menos dinero. Sus innovaciones científicas entraron a las universidades una vez que su empresa (Celera Genomics) las estableció, fuera del mundo universitario”. (Gabriel Zaid.)
No es pesimismo sino realismo: volviendo a nuestro entorno, crear una empresa es tan titánico como pretender que la universidad sea una vía ágil para concretar pensamientos.
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