domingo, 21 de noviembre de 2010

El día que se apareció la Virgen (Cuento)

El día que se apareció la Virgen
(Cuento)

Y ese día se apareció la Virgen.

Después de un turbio amanecer, frio, con escarcha y un gris pegado a la bóveda celeste, con deberes escolares a medio rayar por el cansancio, derivado de la falta de comida, apareció un sol que prometía calor y brillo permanente. Hasta el hambre se nos había olvidado, cuando empezábamos a alistar los cuadernos y los crayones; más tarde volvió a aparecer cuando mi mamá le dijo a mi papá:

-¿Y ahora qué les damos a los muchachos?

-Espere, mija, voy a ver qué consigo.

Papá salió con el desánimo de quien va a pedir y no a comprar. Mamá fue a escarbar en la cocina y encontró un pedazo de panela mordido, casi con redondez esférica. Sentados sobre unas bancas de tablas, en una pieza de pobres, estábamos mis tres hermanas y mis tres hermanos, con los cuadernos metidos en chuspas plásticas, esperando el desayuno. Pero no olía a café, ni a pan, ni a aguapanela. Mi padre ya ajustaba quince días sin trabajo y sus escasos ahorros se habían agotado buscando otro. A mi madre le pagaban los universitarios por el lavado de la ropa a fin de mes; los estudiantes estaban, igual que nosotros, esperando que los auxiliaran sus padres. Sin la desesperación que da la inocencia, mis hermanos menores jugaban con los lápices y se reían por infantiles ocurrencias. Llegó mi papá con tres panes y un dolor en todo el cuerpo.

-Mija: no me quisieron fiar; sólo me regalaron esto.

Mi mamá iba a colocar una olla con agua en la cocina de leña para derretir el pedazo de panela, cuando hizo la afirmación:

-Mejor no mandemos los niños al colegio.

Mi padre, desanimado, puso los tres panes en la mesa y mirándonos con ternura nos preguntó:

-¿Quiénes quieren ir a estudiar?

Supimos entonces que esos panes iban a ser repartidos, con la aguapanela, entre los que levantaran la mano, asintiendo. Nadie se atrevió. Volvió a preguntar, esta vez con una decisión:

-¿Quiénes van? Para darles el pan.

Los menores estaban felices por no ir a la escuela y no levantaron la mano; los más grandecitos estaban indecisos; yo, el responsable por mayoría de edad, tenía obligaciones definitivas en el colegio pero no me parecía justo comer el pan frente a mis hermanos hambrientos. Mis padres estaban a punto de tomar la decisión de no permitir la ida al estudio cuando golpearon la puerta. Abrió mi mamá. Una señora alta, blanca, gorda, de trenzas canosas, con bata y pañolón negros apareció, como la veíamos siempre en la iglesia del Perpetuo Socorro, diligente y misteriosa.

-Misiá María: Estamos recogiendo unas limosnitas para la Virgen porque ya se acerca la fiesta de mayo. Le traigo la imagen para que nos haga el favor de tenerla en su casa por ocho días, a ver qué se puede recoger.

La señora grande entregó una preciosa imagen, enmarcada en madera, de la Virgen y el Niño, protegida por un cristal, en cuya base, empotrada como un todo, estaba la alcancía, resguardada por una chapa elemental. Era una práctica, entre religiosa y cívica, que cada hogar tuviera a la Virgen por una semana, como amparo y para recolectar unas limosnas. Sonaron las monedas por el movimiento de entregar y recibir la imagen.

-Con mucho gusto, doña Saturia. Déjela, que aquí vienen familiares que pueden ayudar.

Mi mamá colocó a la Virgen al lado de los tres panes y volvieron a sonar las monedas. Ella, de fuertes arraigos católicos, se echó una bendición espontánea e inocente.

-Mamá –dije yo–, allí en esa alcancía tenemos lo del desayuno.
Mis hermanos se rieron. Mi papá me observó con curiosidad.

-¡Cómo se le ocurre, hijo, eso es pecado, coger lo que no es de uno y menos lo de la Virgen!

Era imposible transgredir una fijación mental religiosa, esculpida durante siglos con temores, engaños, miedos y errores, así que hice una reflexión católica para resolver el hambre de la familia:

-Mamá: mire bien y verá que la Virgen nos está ayudando. Ella se dio cuenta de que no tenemos para el desayuno y se aparece, preciso, en el momento en que más la necesitamos. Podemos sacar lo necesario y dejamos el resto. Apenas lo vamos a tomar prestado; cuando doña Saturia vuelva, ya le habremos repuesto lo que le quitemos.

-Mija, creo que el muchacho tiene razón –dijo mi papá–. Podemos desayunar con parte de lo que está allí y reponerlo antes de que venga doña Saturia.

-Pues yo no sé…

Sin decir más, empecé a abrir la chapa. Mi mamá se hizo la que no veía, mi papá se quedó en silencio. Una risita cómplice de mis hermanos me daba ánimo para abrir, sin dañar, la providencial alcancía. Aparecieron las monedas; fui contando para comprar los huevos –hacía rato que no comíamos pericos–, el pambazo –delicioso pan de afrecho que misiá Esmelia horneaba en la esquina desde las cinco de la mañana–, el café para colar, que reemplazaba a la aguapanela, la mitad de un queso campesino, el aceite y la sal. Hechas las cuentas, saqué las monedas y en su reemplazo coloqué unas piedritas, que consiguieron mis hermanos, para balancear el peso. Mi mamá se echaba la bendición, mis hermanos se reían curiosos y mi papá no pudo evitar una sonrisa. Yo mismo fui a comprar lo del desayuno, mientras mi mamá calentaba el fogón.

Ese día, como amanecer de verano, disfrutamos de un desayuno como nunca lo habíamos tenido; creo que el hambre represada hizo lo que hace una buena salsa: exaltar los sabores de cada alimento.

Resuelto el hambre, nos fuimos a la escuela y al colegio; del almuerzo ni nos preocupábamos, lo veíamos lejano, superfluo y sin sabor. No había manjar igual al desayuno que acabábamos de despachar y no lo hubo por mucho tiempo.

La situación mejoró desde entonces. La Virgen, con su alcancía, permaneció sobre la mesa sin que alguien, de los esporádicos visitantes –primos y vecinos, más necesitados que nosotros–, atinara a depositar una leve ofrenda en metálico; sólo servía para obligar a una genuflexión. Nosotros, con la inconsciencia de la pobreza, nos olvidamos de reponer las monedas extraídas; mi mamá sólo hacía rezos de agradecimiento a la imagen y mi papá a cada rato la cambiaba de sitio hasta que fue volviéndose un estorbo.

Doña Saturia se apareció, precisa, a los ocho días; le agradeció a mi mamá su apoyo sin notar nada anormal, sin preguntar, sin sospechar…

-Espero que nos acompañe el trece de mayo a la fiesta, doña María-, dijo la grandota señora.

-Seguro que allí estaremos todos, doña Saturia.

Mi pobre madre, que aún cree en milagros, se extrañó de que doña Saturia no volviera nunca más.

No hay comentarios: