Recuerdos en Machupicchu
(Relato)
Estaba recostado sobre la parte más alta de Machupicchu, de donde se divisa la gran plaza como alfombra verde en perenne compañía de las alpacas; de donde se observan las construcciones milenarias en rocas geométricas, los abismos atenuados por terrazas de prodigio hidráulico y se ve más cerca el pico elevado de Guaynapicchu que pretende horadar el cielo inmensamente azul. Un viento, como sacudido de muselina, acariciaba mi cuerpo sudoroso por el trajín de caminar, parar y volver a caminar con el guía y otros turistas. Estaba exhausto y me estiré, cual crucificado sin cruz, sobre el prado verde mirando únicamente al cielo.
En Machupicchu todo es mágico; hay absoluta paz.
Dejé libre mi cerebro para recibir las sensaciones de un viaje anhelado por años, acariciado por la osadía juvenil y sólo concretado en la madurez. Pero el cerebro es inquieto y agitado en estos parajes que incitan a una tranquilidad espiritual, propicia para la creación artística o la reflexión filosófica o la elucubración científica. Sobre ese despliegue de armonía sideral vino a mi memoria –inefable sucesión de casualidades– el momento, en Colombia, en que Hugo Maya Tobar – entrañable amigo de aventuras–, mientras disfrutaba un café negro, caliente, con pambazo, a las tres de la tarde de un viernes, de un noviembre, de mil novecientos setenta y nueve, me dijo:
-Tenemos que ir a Machupicchu.
Conociendo su admiración por la prehistoria americana, no me extrañó que prefiriera un viaje al sur de América primero que a Europa. Empezábamos el recorrido profesional que hacen todos los recién egresados de la universidad, con las alforjas vacías y novedosos proyectos; sueños alcanzables, como todos los sueños de los jóvenes.
-Conocer a nuestros antepasados, aunque sea en ruinas, nos llenará de orgullo-, dijo con recia convicción.
Había leído un libro que se llamaba “El retorno de los brujos” y detestaba la especulación que hacía sobre los habitantes precolombinos. Ante la incapacidad científica para explicar sus grandes y perfectas construcciones y misterios como las figuras de Nasca y los acueductos de hace siete mil años –que todavía funcionan– en pleno desierto, los autores del libro sostenían, sin ningún fundamento válido, que esas construcciones fueron hechas por extraterrestres.
-Ahora resulta que la cultura nuestra no es nuestra y como no se la pueden acomodar a los europeos, entonces fue trabajo de extraterrestres-, decía con argumentación febril, llena de fuerte ironía.
Y agregaba:
-Para los europeos sólo los europeos pueden hacer obras gigantescas. Los demás son enanos, ignorantes, cuando no salvajes.
En ese momento hicimos el propósito de conocer esos misterios que impedían –o tal vez permitían– saber quiénes éramos antes de la llegada del invasor ibérico. Fue como una tácita promesa, un pacto de jóvenes que ansiábamos cumplir en breve. El tiempo que nos llevó a la madurez, se encargó de otorgarnos otros deberes que fueron posponiendo nuestras utopías. Hugo se fue por caminos diferentes –remotos, no tanto por la distancia como por el tiempo de ausencia– que le hicieron ascender en conocimientos y estabilidad económica. Yo hice otro tanto, en circunstancias distintas, sin alejarme de mi cercano terruño. Quedamos en antípodas de intereses.
Alguna vez el mar Caribe volvió a refrescar nuestros delirios. Bajo el agobiante calor de Barranquilla y la insistente brisa de verano, Hugo, con su aguda inteligencia, sopesó mi condición de hombre felizmente obligado por una mujer y un hijo de seis años y sentenció:
-Tal vez la única manera de ir a Machupicchu sería en familia.
Era como establecer una barrera insalvable, en su condición de hombre libre de ataduras familiares, que me encargué de anularla:
-En las vacaciones de empresa podríamos destinar una semana para ese propósito.
-Ya veremos que no es tan fácil-, dijo con una concluyente certeza.
El paso de los almanaques le dio la razón.
El guía turístico peruano, con su voz de sargento primero, gritó en la parte baja, próximo al arco de ingreso y egreso de la ciudad de piedra:
-¡Salimos para Aguascalientes en treinta minutos!
Mientras se agotaban esos treinta minutos sentí claro, nítido, el vacío por la ausencia de Hugo. Percibí el frio bogotano de la trágica noche que, como todo absurdo, nunca debió suceder. No fue una noche normal para Hugo; su comportamiento fue diferente de la rutina diaria y como en un fatal azar, todo sucedió sin seguir el trazado trámite. Era viernes y siempre se escapaba con los amigos a los conversatorios de café, esa vez faltó; llegaba tarde a casa, pero entonces iba temprano por las congestionadas calles bogotanas; era buen conductor de automóvil, sin embargo nunca quiso prever que un ignorante ebrio condujera una volqueta en contravía. Quien lo amaba lo esperaba, pero en la noche más tardía. Él, que era tranquilo por su calculado razonamiento, apresuró a encontrarse con su destino ese oscuro viernes de mil novecientos noventa y dos.
Me incorporé sobre el césped, adopté la posición hindú para descansar, miré al frente y vi montañas encadenadas. Vi el misterio de una cultura aniquilada por otros humanos violentos y vi también el espléndido cofre de sabiduría que es esta pequeña fortaleza sin murallas, protegida por los abismos y las cordilleras. Todo era maravilloso en un día esplendoroso. Cóndores que volaban en suspensión cadenciosa en el más puro azul de los Andes con el trasfondo de imponentes montañas blancas; brisa cálida a tres mil seiscientos metros de altura sobre el nivel del mar lejano. Súbitamente cayeron sobre mis brazos dos gotas de un caudal de lágrimas, imposible de detener. Quebró la nostalgia, el encanto de lo natural; sentí el agudo dolor de la impotencia por una vida muerta.
Y grité:
-¡Hugo debería estar aquí!
Fue un largo e inútil lamento de injusticia, una ahogada aflicción expandida hacia el cosmos, un homenaje al amigo, al hombre que quiso conocer sus raíces, al auténtico americano.
Se acercó el guía turístico sin darme cuenta; desde hacía rato me estaba llamando y al oírme gritar y verme llorar había hecho una pausa por respeto a mi dolor. Cuando lo vi, quise decir algo pero él me contuvo:
-No se preocupe, yo le entiendo, yo le espero; cuando termine de llorar le acompañaré hasta el bus.
2 comentarios:
Que cosas de la vida, alcance a compartir algunos ratos con Hugo y a aparte de ser un buen amigo y exelente e inteligente humorista en momentos de diversion.
Nunca olvidare aquel dia que nos levanto a las tres de la mañana con mi gran amigo Rey en la casa Victor, con el objetivo de ir al rancho, salimos de madrugada en su opel creo que era y llegando al rancho venia una viejita con la cabeza cubierta y Hugo en su humor siempre a flor de labios en momentos de algarabia me dijo mira esa vieja loca quien sera?
cuando le respondi que era mi abuelita que estaba recogiendo el ganado para ordeñarlo, se le paso la fuma de la verguenza que sintio, con Rey nos divertimos mucho con este acontecimiento.
Hoy tambien me salen las lagrimas, por lo narrado y por recordar a un gran amigo.
Bladi:
En el Perú lloré por Hugo, por su ausencia. Seguramente muchas cosas que vi, habrían sido mejor aprovechadas en su compañía. Ahora queda el dolor, que puede transformarse en el ímpetu para escribir la gran epopeya americana.
Gracias por leer.
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