Llegué a las oficinas de la Industria Licorera del Cauca; el doctor de ventas deambulaba por los pasillos. Lo conocía de tiempo atrás cuando compré la primera caja de Ron Añejo que empezaba a vender esta empresa destiladora. Tengo la factura, para que no crean que es paja.
Mi propósito era entrevistarme con el gerente, a quien pretendía mostrarle mi libro Memorias de un hombre común y, de paso, plantear la venta de algunos ejemplares como regalo de fin de año a los clientes especiales. Como el gerente no estaba, entonces fui adonde el jefe de mercadeo, ya no con el propósito que me animaba hacia el gerente, sino con la intención de obsequiarle el libro a este señor sobre quien tenía una grata impresión, a raíz de mi compra de ron hecha un año atrás.
Sobre el pasillo lo abordé y sacando mi libro le dije:
-Doctor, me place mostrarle este libro que escribí.
El alto vendedor lo vio sin mirarlo y, seguro por la afluencia de tanto necesitado que rondaba la factoría en vísperas de navidad, me confundió con cualquiera de ellos.
-Mirá, ahora no estamos ayudando a nadie.
Me sentí casi intruso cuando esperaba una voz amigable, y atiné a decir con humildad:
-Excuse, pero no vengo a pedirle ayuda.
Es posible que el doctor de mercadeo hubiera reaccionado ante esta frase, porque me invitó a seguir a su oficina. Aún llevaba la intención de obsequiarle el libro.
-Mire, señor López, creo que el Fondo de Empleados podría contribuir con la difusión de su libro.
Como ya había pasado por esas agrias experiencias de dar a conocer mi libro entre fondos de empleados sin resultado alguno, le agradecí su gesto y se me ocurrió decir:
-Le agradezco su interés, pero aquí, en nuestro medio, los socios de los fondos los utilizan para prestar plata y nunca para leer.
-Yo tampoco leo -dijo-, nunca he leído libros y me da pereza hacerlo.
Ante esta confesión sorpresiva, cancelé mi intención de obsequiarle el libro y me asaltó una reflexión: cómo habrá hecho este doctor para graduarse en la universidad sin leer libros; debe haber estudiado en una universidad supermoderna que enseña dormido; de no utilizar libros, sus métodos deben ser audiovisuales de quinta generación, donde hasta un sordomudo entiende; basta conectarse unos sensores en el tuste para que se transfiera el conocimiento como una inyección de neuronas usadas.
Es posible que mi atraso generacional no me haya permitido saber que ahora el conocimiento se trasplanta; que se aprende a pensar con cerebro ajeno, sin leer. El doctor vendedor me abrió los ojos: quienes escribimos estamos perdiendo el tiempo; ganamos adeptos si tiramos las ideas al cesto y nos dedicamos a la telepatía.
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