Cuando visitaba a la preciosa Sultana del Valle, antes de que las bellas caleñas tuvieran la opción de montar en el Mio, decidí almorzar por donde es más barato y sabroso: la avenida sexta.
Busqué el lugar externo de un restaurante de amplia demanda, donde me permitiera ver el cielo infinitamente azul y ser golpeado por la brisa en un día más caluroso que lo normal, protegido del sol por unas amplias sombrillas empotradas a las mesas. Inicialmente me atendió una señora, a quien le pedí lo que quería: sancocho y bandeja valluna, exenta de chicharrón. Estaba mirando la surtida pasarela, que es la avenida sexta, mientras llegaba el pedido, cuando otro señor, seguro el dueño del restaurante, se acercó y me preguntó:
-Patrón, ¿ya lo atendieron?
Respondí entonces con algo de molestia por la interrupción visual:
-Sí, señor; pero yo no soy patrón.
Apareció humeante el sancocho con grandes trozos de plátano cocinado, con sabor a gallina campesina, que procedí a degustar con la voracidad de un hambre atrasada. Lo terminé y volví otra vez la vista a la pasarela.
Apareció el dueño.
- ¿Le gustó el sancocho?, maestro.
-Delicioso, muchas gracias; pero yo no soy maestro.
Me trajeron la suculenta bandeja que dejó en segundo lugar de interés la pasarela y el desfile interminable de bellezas escapadas del verano; procedí a olvidarme de todo el entorno para atacar el arroz blanco encebollado, la carne sudada revuelta en hogao, las papas paramunas casi en término de puré y el plátano frito estirado a manera de dulces y blandas tajadas. Cuando terminé, se acercó otra vez el dueño para retirar la vajilla y exclamó con una pregunta:
-¡Se comió todo! ¿Tenía hambre, el señor?
-¡Ah! Los buenos platos excitan y satisfacen; y sí, esa es la palabra justa, yo soy señor.
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