La
mejor manera de ver la diferencia de culturas es a través de la música.
En
Nueva York, en la hora de mayor concentración de ciudadanos en el Metro, se
presentó un joven violinista con bluyins
y camiseta blanca, en el área de espera, a interpretar piezas musicales de
belleza clásica. El joven estuvo tocando en un rarísimo violín
Stradivarius de 1713 tasado en un valor de tres millones de dólares, durante 45
minutos, tiempo durante el cual pasó desapercibido. La gente ni lo veía, ni lo
oía porque el agite y el teléfono móvil era mucho más importante que entregarle
la atención, antes de abordar el vagón de transporte público.
Ese
joven músico era Jossu Bell, considerado por algunos críticos expertos como el
mejor violinista del mundo, quien, algunos días antes, había tocado en el
Symphony Hall de Boston, con lleno completo, donde una silla costaba más de mil
dólares.
Una
tarde, en la plaza de la ciudad de Sabadell, en Francia, hizo presencia un
contrabajista con su instrumento, bien vestido, con sacoleva negro; colocó su
sombrero de copa en el piso boca arriba y empezó a entonar el último movimiento
de la novena sinfonía de Beethoven, conocido como el Himno a la Alegría. Se
acercó una niña y depositó una moneda en el sombrero. Se hizo presente otra
dama con un violoncelo, se unió al contrabajista y siguieron a dúo con el Himno. Los paseantes
se iban acercando a los músicos. Aparecieron otros espontáneos violinistas e
intérpretes del fagot y flautas y continuaron con la sinfonía, esta vez con
mayor intensidad. Más público se acercaba a escuchar a estos músicos
aparentemente improvisados, hasta casi colmar la plaza. Llegaron otros intérpretes,
los trompetistas y los trombonistas, incluido el percusionista y unas damas y
caballeros que empezaron a cantar en coro. El público colmó la plaza, rodeó a
los artistas y cantaba junto a ellos con un fervor impresionante que terminó en
una verdadera hermandad, unida por el poder de la música.
En
realidad los espontáneos que hicieron posible esta fraternidad eran los
integrantes de la Orquesta Sinfónica del Valles de Francia y sus grupos corales.
Esta
vez la pinta informal de los músicos y su espontaneidad, hizo la diferencia de
acercar el público a una gran orquesta sinfónica. No había teléfonos celulares,
ni afán por llegar a cualquier parte; sólo el buen gusto por la música y aprovechar,
al máximo, ese momento mágico que nunca se repetirá.
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