miércoles, 1 de agosto de 2012

Dos culturas frente a la música


La mejor manera de ver la diferencia de culturas es a través de la música.

En Nueva York, en la hora de mayor concentración de ciudadanos en el Metro, se presentó un joven violinista con bluyins y camiseta blanca, en el área de espera, a interpretar piezas musicales de belleza clásica. El joven estuvo tocando en un rarísimo violín Stradivarius de 1713 tasado en un valor de tres millones de dólares, durante 45 minutos, tiempo durante el cual pasó desapercibido. La gente ni lo veía, ni lo oía porque el agite y el teléfono móvil era mucho más importante que entregarle la atención, antes de abordar el vagón de transporte público.

Ese joven músico era Jossu Bell, considerado por algunos críticos expertos como el mejor violinista del mundo, quien, algunos días antes, había tocado en el Symphony Hall de Boston, con lleno completo, donde una silla costaba más de mil dólares.


Una tarde, en la plaza de la ciudad de Sabadell, en Francia, hizo presencia un contrabajista con su instrumento, bien vestido, con sacoleva negro; colocó su sombrero de copa en el piso boca arriba y empezó a entonar el último movimiento de la novena sinfonía de Beethoven, conocido como el Himno a la Alegría. Se acercó una niña y depositó una moneda en el sombrero. Se hizo presente otra dama con un violoncelo, se unió al contrabajista  y siguieron a dúo con el Himno. Los paseantes se iban acercando a los músicos. Aparecieron otros espontáneos violinistas e intérpretes del fagot y flautas y continuaron con la sinfonía, esta vez con mayor intensidad. Más público se acercaba a escuchar a estos músicos aparentemente improvisados, hasta casi colmar la plaza. Llegaron otros intérpretes, los trompetistas y los trombonistas, incluido el percusionista y unas damas y caballeros que empezaron a cantar en coro. El público colmó la plaza, rodeó a los artistas y cantaba junto a ellos con un fervor impresionante que terminó en una verdadera hermandad, unida por el poder de la música.

En realidad los espontáneos que hicieron posible esta fraternidad eran los integrantes de la Orquesta Sinfónica del Valles de Francia y sus grupos corales.

Esta vez la pinta informal de los músicos y su espontaneidad, hizo la diferencia de acercar el público a una gran orquesta sinfónica. No había teléfonos celulares, ni afán por llegar a cualquier parte; sólo el buen gusto por la música y aprovechar, al máximo, ese momento mágico que nunca se repetirá.   

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