sábado, 23 de abril de 2011

¡Que suenen los cristales!

No había duda sobre la fuerte antipatía que Nicolás profesaba al magnate del ganado, Mario; lo detestaba por hambriento, tacaño y millonario. Quiso el destino que Mario fuera vecino de Nicolás y la antipatía se acrecentó hasta bordear el odio; quiso el destino, también, que por azares sociales Nicolás llegara a la casa de Mario (allí en frente) a compartir un minúsculo café que era lo que daba, en el extremo de la tacañería, Mario. La losa era de clara estirpe pobretona, tanto, que el pocillo semejaba a algo parecido al plástico, en vez de porcelana como se estilaba entre egregios ricachones.
Una vez pasó el café, otro vecino, posiblemente el magistrado Solarte, ofreció una botella de vino de buena casa para no dispersar la reunión. Solarte entregó el vino a doña Dolores, esposa de Mario, para que lo sirviera a la mesa según los protocolos franceses. Hubo una demora excesiva antes de que apareciera la sirvienta de la casa, que reemplazaba a doña Dolores en esta etapa de la ceremonia, con el vino ya servido en unas soberbias copas de cristal que chillaban frente a la pueblerina vajilla del café inicial. Nicolás observó las copas primero que al vino y comenzó a rebajar la antipatía hacia Mario. Después de todo, Mario tenía arrestos de buen gusto y los compartía con sus visitas; después de todo había un ligero desprendimiento del ordinario ganadero para atender con decencia a sus vecinos.
Luego de una hora de charla y risas y de vaciar casi todo el contenido de la botella, Nicolás se extravió en simpatía y propuso un brindis singular: “Choquemos las copas hasta que suenen los cristales”. El choque de Mario excedió la resistencia de una copa que terminó en pedazos. Nicolás, exaltado por el hecho, repitió “que suenen los cristales” y arrojó una copa al piso. Mario no se quedó atrás y a la exhortación impuesta, partió en mil pedazos otra de sus copas. Emocionado, Solarte, imitó la lujuria destructiva y astilló su correspondiente copa. Así al grito de guerra, “que suenen los cristales”, las copas terminaron por ser una ínfima referencia de la amistad de los vecinos.

Terminado el singular evento, Nicolás llegó a su casa (ahí al frente) rebosante de felicidad, esa felicidad que otorga la consumación de la antipatía y le comentó a su esposa que se sentía feliz porque al miserable de Mario le había hecho destruir su valiosa cristalería francesa.
-¡No puede ser mijo!, –reaccionó la señora- ¿quebraron las copas?
-Sí. ¿De qué te extrañas? ¿No te parece maravilloso?
-¡Pero si ese Mario no tiene en qué caerse muerto con sus millones! Aquí vino su mujer a suplicar que le prestara nuestra cristalería porque allá no tenían en qué servir un vino.

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