-¿Confiesa, señor Artigas, que cometió plagio?
-Señor juez: Es posible que Las mil y una noches, tal vez escrita por un árabe en el siglo IX…
-¡Señor Artigas! ¿Cometió o no cometió plagio usted?
-Señor juez: Usted está juzgando a un escritor por una denuncia de otro escritor sobre una obra literaria que escribí. Mi denunciante asegura que lo mío es un plagio de una de sus obras, porque la idea original fue suya y él dice que yo la robé. Permítame, entonces, que me defienda como escritor, dado que no lo puedo hacer como abogado. Si respondo a su pregunta en la forma como usted me alecciona, como un dilema irreconciliable, estaría traicionando mi condición de hombre de letras, de constructor de frases, de hacedor de historias. Después de mi disertación, que prometo fiel y atemperada a la verdad, sin sofismas que escondan una línea justiciera, usted podrá juzgar como le dicte la razón, que es más poderosa que las leyes escritas por hombres que quieren ser directos y justos y apenas les alcanzan los sustantivos para nombrar y los adjetivos para definir los delitos.
-Excuse, señor Artigas, el procedimiento me obliga a iniciar el juicio con la pregunta al acusado de si se declara o no culpable del delito que se le imputa, pero como usted tiene un discurso para sustentar su respuesta, entonces, estaré dispuesto a oírlo hasta el final.
-Gracias, señor juez, usted hace honor a la palabra. Continúo, entonces. Decía, al principio de esta audiencia, que ese conjunto de relatos llamado Las mil y una noches escrito en el siglo IX, que narra los viajes de Simbad el marino, es muy probable que haya encontrado su inspiración en la Odisea, escrita en el siglo VIII antes de nuestra era, presumiblemente por Homero. Si nos atrevemos a leerlas vemos un paralelismo en ciertos pasajes; los peligros que afronta Ulises en su viaje de regreso a Itaca, su reino, y los que ponen en riesgo la vida de Simbad en sus reiterados viajes, configuran una idea amplia y similar. Pero son relatos diferentes por la calidad narrativa, por la utilización de metáforas distintas, por el vuelo de la imaginación diametralmente opuesta en ambos, por los mitos introducidos que reconocen griegos y árabes, en su momento, y hoy toda la humanidad. Nadie se atrevería a señalar, ni menos a acusar, a Las mil y una noches de plagio de la Odisea.
La primera novela, Genji Monogatari, fue escrita por una mujer en el siglo X (¡Loas a la mujer!), la escribió una japonesa, Murasaki Shikibu. Es una bella novela que recomiendo leer. Lo grave del asunto es que tiene más de mil páginas y se debe entender a la rígida sociedad nipona de entonces. De esa novela se derivaron otras obras en árabe, en turco, en inglés, hasta en español. La extensa novela dio origen a otras menores en tamaño, no así en calidad narrativa. Los escritores pudieron o no haber leído la novela japonesa, sin embargo, nadie se atrevería a calificar de plagio a ninguno de estos novelistas aunque hubieran tomado ideas narrativas de Genji Monogatari, porque lo hecho por ellos fue un arte superior para sus costumbres, o diferente y bello en su entorno social. Aquí podríamos decir que una exquisita propuesta estética conduce a otras realizaciones igual de bellas.
Es lo que pasa con la tradición oral: un primitivo relato con el paso de los años y de los personajes se engrandece, se enriquece, se parte en mil relatos; algunos se transforman tanto que sería imposible distinguirlos del origen. Todos son diferentes cuentos porque tienen el agregado de infinidad de narradores. Se me hace imposible la acusación de plagio.
Alguna vez el escritor Gabriel García Márquez, presentó a consideración de un eminente narrador su primera novela antes de publicarla, La hojarasca, y recibió de inmediato una expresión que lo enmudeció: “Parece una obra escrita por Sófocles”. No lo dijo por elogiar su estilo sino porque tenía elementos que divagaban por las obras de Sófocles. García Márquez lo entendió y pidió otra opinión para que se evitara la presunción de plagio. El escritor abordado, le recomendó escribir un epígrafe de Sófocles al comienzo de la novela. Así se hizo y hoy nadie puede acusar a Gabriel García Márquez de plagio. Además Sófocles ya no lo necesita después de veinticuatro siglos de reconocimiento.
Ahora, señor juez, voy a contestar su pregunta: no he cometido plagio por una idea que he engalanado con mis propios atributos artísticos y la he llevado a un reconocimiento público, tanto que se nota diferente y novedosa. Plagio sería que esa idea se hubiera quedado pobre, cobijada por la simplicidad intrascendente, aniquilada por vulgares gacetillas y la hubiera publicado, tal cual, con mi nombre. Por todo lo dicho, no he cometido plagio.
Gracias, señor juez.