“No creo en las ideologías”, dijo el profesor Prado –excúseme, profesor, pero se me olvidó su nombre–, historiador de la Universidad del Cauca, en su charla del 20 de octubre de 2010 sobre la historia de la guerrillas. (Auditorio del Banco de la República, en Popayán.)
Que lo diga el vendedor de helados o el embolador del parque, vaya y venga; es su apreciación de algo que no entienden. Pero que lance ese juicio al escrutinio público, ante un auditorio de jóvenes estudiantes y catedráticos, todo un profesor de historia, causa desasosiego por no decir desaliento.
Partamos de un principio: el historiador es un investigador del devenir humano y debe observar un riguroso comportamiento conceptual. Cuando el historiador antepone sus convicciones políticas por encima de los hechos que trata, escribe una historia amañada.
El profesor no cree en ideologías pero actúa, piensa y viste, bajo los dictados de la pequeña burguesía, que es una confluencia de comportamiento y pensamiento propio de la democracia capitalista atribuido a quienes no son ricos ni tampoco pobres. El vendedor de helados y el embolador también visten y actúan como lo establece esa democracia; son menores sociales e intuyen –he ahí la ideología– que su lugar está entre sus pares, lejos de los sitios que les son vedados por diferencias de clase y actitud. Dentro de la ideología, ellos son cuasi lumpen-proletarios; si usamos los eufemismos normales, son marginados.
Tal vez lo que el profesor Prado quiso decir –y aquí le cedo el beneficio de la duda–, refiriéndose a las guerrillas colombianas, es que éstas no tienen motivaciones políticas para justificar su existencia. Pero aquí viene otro problema: toda guerrilla tiene motivación política.
En Colombia, desde las primeras de El Patía, pasando por las liberales del siglo veinte y las actuales, tienen orientaciones políticas. Otra situación, muy diferente, es que quienes las combatieron y combaten, lo desconozcan como estrategia de guerra.
Agualongo y sus muchachos, defendían su territorialidad y comunidad aliándose con los realistas que –por táctica– respetaban su modo de vida, al contrario de los criollos que eran mercaderes de esclavos y avasalladores de indios. Las guerrillas liberales, que inicialmente irrumpieron como autodefensas, defendieron sus comunidades campesinas del aniquilamiento sistemático de quienes detentaban el poder desde el siglo diez y nueve: los conservadores. Las guerrillas actuales están en guerra contra el Estado a partir de los bombardeos que el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966) ordenó contra las “repúblicas independientes” (valga decir, comunidades campesinas que tenían sus propias relaciones de producción y comercio), con el apoyo del imperio norteamericano.
Yéndonos más lejos, la guerrilla partisana, verdadera triunfadora de la Segunda Guerra Mundial y real dolor de cabeza del ejército alemán, tenía la motivación política de su lucha contra el nazismo y la liberación de sus pueblos. Más acá, tenemos la de Argel que condujo a la liberación argelina de los franceses; la del Vietcong, que expulsó al invasor norteamericano; la afgana, que lleva casi cien años de guerra contra los imperios que se han atrevido a invadirlos; la irakí, que sostiene el peso de la guerra contra los nuevos amos del mundo. Aquí también aparece una verdad que los poderosos desconocen o quieren desconocer: ninguna guerrilla ha sido derrotada militarmente por un ejército regular.
Hay una propaganda oficial que con el permanente y sistemático uso pretende llegar a ideología; tal vez el profesor Prado, como la mayoría de televidentes y lectores de prensa, la tragó sin digerirla: tomar referencias parciales, individuales y extenderlas en una grosera generalidad. Que haya un combatiente motivado por venganza individual, que haya otro, arrastrado por el hambre, y otro más por afanes delincuenciales, cae en el arte de la literatura pero no en la historia. Sin embargo, sirve para sacar conclusiones que convienen al poder de turno.
Que otros países con iguales problemas que nosotros no tengan guerrillas no descalifican su existencia; los antecedentes históricos la explican, no la justifican. Ningún país es igual a otro y su historia es diferente; se nota porque sus gobiernos son progresistas cuando no opuestos.
Los historiadores tienen la obligación de relatarnos nuestro pasado con desprevención total; sólo así sabremos por qué hemos llegado hasta aquí con problemas propios, diferentes a nuestros vecinos. Sólo así sabremos cómo afrontar el mañana sin repetir los errores del pasado que impiden el progreso en todos los órdenes.
Grata y difícil misión del historiador.