Voy a hacer una crítica que va a incomodar a los
amigos costeños del Caribe, pero hay que hacerla porque en manos de ellos están
las joyas naturales e históricas que se deben preservar por el bien de nuestro
país.
En las nefastas épocas de Belisario Betancourt
(1982-1986), el ministro Hugo Escobar Sierra, abogado costeño, impulsó y se
construyó el tramo de carretera Barranquilla – Santa Marta que antes rodeaba la
ciénaga por lo que era más largo el viaje. Contra toda recomendación de
biólogos, incipientes ecólogos y pescadores de la región, el arrogante ministro
salió por la televisión a defender el progreso descalificando a esas personas
de ignorantes, que ni profesionales eran, que se oponían a un gran avance de la
técnica.
El reclamo de esos ciudadanos humildes, no amparados por
organizaciones como hoy se hace, era simple: se puede construir la carretera
sin bloquear la intercomunicación que hay entre el mar y la ciénaga, lo que
pondría en riesgo de extinción a los organismos vivos que allí habitaban. El
ministro, contra toda recomendación impulsó la construcción como estaba
proyectada; desconoció que todos los seres vivos son objeto de Derecho y la
carretera se hizo.
Hoy, los colombianos podemos ver un tramo de casi
treinta kilómetros de carretera donde no hay vida: desaparecieron los
manglares, se extinguieron los camarones, los cangrejos y los peces. Los
pescadores cambiaron de actividad y el paisaje es digno de una postal lunar.
¡Qué gran progreso éste que sacrifica la vida para ahorrarse veinte minutos de
viaje! Si se hubiera atendido las sugerencias, hoy tendríamos carretera y vida:
se hubieran utilizado técnicas de construcción sobre aguas semi–profundas, un
poco más costosas, que hubieran sido muy baratas para preservar la vida y el
paisaje.
En Cartagena, en pleno año 2013, vemos el fin
inexorable del Corralito de Piedra, la ciudad antigua que hay que preservar
para el disfrute de nuevas generaciones.
Los enemigos de la ciudad vieja son los vehículos de
combustión, el comercio depredador que ha perforado las murallas para vender
chucherías y hasta para cobrar por una actividad biológica que en otras
ciudades es gratuita.
Me produjo absoluta tristeza mirar una bella ciudad,
rodeada de murallas, que debería conservar el encanto del siglo XVIII, asediada
por el ruido de motos y carros de baja y alta gama, que impide caminarla con
soltura.
Las autoridades municipales y su clase dirigente están
a tiempo de corregir un crimen turístico que terminaría con lo valioso de
Cartagena.
Debería emitirse una Ley (y hacerla cumplir) que
prohíba el uso de vehículos de combustión en la ciudad antigua. Debería
prohibirse el comercio grosero del menudeo dentro de la ciudad amurallada.
Estas dos prácticas modernas se pueden ejecutar fuera de la ciudad antigua. Se
debe estimular el uso de Victorias y Carrozas de tracción caballar como se
acostumbraba en siglos amables.
Si se hace esto, recuperaríamos la belleza caribeña de
Cartagena como ciudad histórica y turística. De lo contrario, nadie querrá ir a
un lugar donde los desajustes modernos impiden ver y disfrutar la magia del
pasado esplendor; nos quedaríamos con las playas atiborradas de vendedores de
inutilidades.
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