Llegaron y se fueron los juegos nacionales.
También llegaron turistas que no preguntaban por la
Semana Santa pero sí por un lugar donde todas las mujeres fueran muy buenas. Cuando
les indicábamos que los conventos de monjas ahora se habían transformado en
colegios, nos miraban como si fuéramos extraterrestres.
También aparecieron unos santandereanos que nos pedían
que los lleváramos a Pipián. Cuando les dijimos que ese lugar no existía, nos
decían que, entonces, dónde podían comer las tales empanadas de pipián. Nos
tocó que tratarlos como a niños de pañal y hacerles ver la diferencia entre una
salsa de papa colorada hecha con cebolla, achiote, pimienta, maní y cominos,
que llamamos pipián, embutida en una masa de maíz pilado, puesta a freír, y un
lugar para degustarla, que aquí se llama restaurante.
En todo el mundo los visitantes corren el riesgo de
hacer el oso por el desconocimiento del lugar y de sus gentes. No los juzgamos,
pero sí sonreímos, como cuando el gringo aquel preguntó,
-¿por qué aquí a todos decirles patojos?
Cuando le dijimos que a todos no, sólo a los que nos
gustan las patojas. Inocente aclaró:
-¡Ah, entonces, yo también ser patojo!
El que sí andaba feliz con la arquitectura de la
ciudad y la simpatía de sus gentes, era el canadiense que estaba acompañado de
dos vagos recién echados de la gobernación, que fungían como guías turísticos.
Al canadiense, con su escaso español, le habían enseñado, los vagos, un piropo
para conquistar señoritas que repetía bien clarito cuando aparecía una bella
dama: pégame una acariciadita. Las
féminas pasaban del deslumbramiento inicial al rechazo total en fracción de
segundo y el cuasi gringo se quejaba por su mala pronunciación.
Se acabaron los juegos y nos quedaron enseñanzas que
debemos asimilar.
Por ejemplo, los taxistas no deben ponerse a hablar
mal del alcalde cuando al pasajero que llevan puede ser el secretario privado
de la alcaldía. Las matronas no deben extrañarse por la cantidad abrumadora de
primas de los deportistas, ellos tienen derecho a tener familia hasta por los
lados del parque Mosquera. En la recepción hotelera, no santiguarse si aparece el
ganador de la medalla de oro acompañado de buena plata y buena masajista,
camino a la habitación.
Todo va ligado al éxito.
Sucedió con los juegos nacionales, como todavía ocurre
en los buenos matrimonios: es mejor no preguntar para que no le digan la
verdad.
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