Duele,
con dolor impotente, que haya muertos jóvenes en absurdos accidentes de
tránsito. La semana pasada fueron cuatro jóvenes enfermeras que hacían estudios
superiores en Popayán y laboraban en Santander de Quilichao.
Siempre
se atribuye a imprudencia de los conductores esas nefastas consecuencias y hay
en ello mucho de razón. Pero también hay que considerar otros aspectos donde
tiene cabida la responsabilidad de un Estado.
La
llamada autopista panamericana es panamericana pero no es autopista. No puede
serlo una vía de una calzada, con excesivas y peligrosas curvas, por terrenos
montañosos, con alto tráfico pesado y liviano, con un trazado hecho por
políticos y no por ingenieros.
Para
ser de verdad una autopista panamericana debe tener especificaciones tales como
doble calzada de mínimo tres carriles, construida preferiblemente sobre valles
–en este caso los valles de los ríos Cauca y Patía–, con bahías de descanso,
con señalización técnica, que esté acorde con las nuevas especificaciones de
los vehículos modernos. Pero en nuestro Estado, donde todas las obras las
ejecuta la corrupción, los ingenieros de vías no tienen cabida. Aquí se volvió
demasiado pedir, carreteras y vías modernas
porque el dinero no alcanza para construirlas y satisfacer los bolsillos
de los políticos corruptos enquistados en el poder.
Así
las cosas, se volvió utopía la doble calzada Santander de
Quilichao–Popayán–Ipiales, la carretera al mar, la carretera Popayán–Neiva, la
simple variante Timbío–El Estanquillo. Sin embargo nos meten el cuento de la
competitividad internacional frente a países como Ecuador y Venezuela, donde sí
hay verdaderas autopistas.
No se
debe desconocer la responsabilidad de un Estado que lleva más de diez años de
atraso en vías de comunicación y conduce a incongruencias como transitar con
vehículos de altas especificaciones por verdaderas trochas.
Nos
duele la indolencia de nuestro Estado, pero más nos duele la muerte de una
juventud promisoria, a causa de esa indolencia.
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