El
pasado 15 de mayo de 2012 falleció el escritor mexicano Carlos Fuentes,
considerado por muchos como digno de recibir el premio Nobel de Literatura.
Carlos
Fuentes se distinguió por la abundancia de su obra, aunque no por la calidad
artística. Pretendió ser político y sólo alcanzó las mieles que recogen los
áulicos. Como escritor dijo lo que querían oír los usurpadores del poder, los
mismos que lo encumbraron como escritor, pero no les alcanzó para su coronación
máxima. Su pensamiento, que pretende ser innovador, llega a defender lo mismo
que defienden los conservadores, en egoísta exclusión, cuando logran el
bienestar que otorga el dinero y las canonjías.
Tal
vez los académicos que califican para el premio Nobel, dudaron, en el año 2010,
otorgar la máxima distinción entre Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes; porque,
tal parece, que era obligatorio premiar a un escritor latinoamericano, por
aquello del mercado. Y, tal vez, si ganó Mario Vargas Llosa fue por su
condición de político derrotado porque igual cantidad y calidad de literatura
tenía el uno y el otro. (Con decirles que Vargas Llosa en su novela El sueño
del celta, repite hasta el aburrimiento la expresión “se llenaron sus ojos de
lágrimas”.)
Si
algún mexicano merecía el premio Nobel, ese fue Juan Rulfo, artífice de una
literatura excelsa, de donde muchos escritores americanos sufrieron una
saludable influencia. A Rulfo no se lo dieron porque no acreditaba cantidad.
Torpeza de académicos, como si escribir mucho es sinónimo de escribir bien;
pero, además, Rulfo nunca fue lisonjero de los políticos, ni necesitó de ellos,
como tampoco necesitó del Nobel para ser considerado un autor clásico de la lengua
castellana.
Carlos
Fuentes pasará a la historia como un escritor prolífico, como un ejemplo de
permanente actividad hasta más allá de la vejez; y es admirable su dedicación
al oficio. También será ejemplo del escritor político partidista que sacrifica el
arte por las satisfacciones mundanas del poder.
Ahora,
con su fallecimiento, puede abrir la discusión, entre el compromiso de escribir
con arte, para ser leído por todos los públicos y en todos los tiempos, y el
afán de escribir para unos cuantos potentados que, seguro, olvidarán bien
pronto las lisonjas; olvidarán lo escrito y a su autor mucho antes de que se
enfríen sus cenizas salidas del crematorio.
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