La
televisión colombiana anuncia la apología del señor Pablo Escobar, mediante una
serie que durará lo mismo que la sintonía quiera.
No es
de extrañar que los grandes medios de comunicación tengan el derecho de exaltar
la violencia en un país violento; eso da utilidades económicas.
Pero
hay una interpretación acomodada de lo que es la apología de la violencia. Hace
unos meses, el señor Francisco Santos hizo una extensa entrevista por la cadena
RCN al señor Popeye, uno de los lugar-tenientes del señor Pablo Escobar. En ese
extenso reportaje se hizo un descarnado repaso de los años de crímenes y
asesinatos cometidos por Popeye, atendiendo las órdenes de su patrón. No podía
ser mayor de macabra la descripción, que ese día RCN alcanzó un nivel de
sintonía sin precedentes. Para no quedarse atrás, el periodista Darío Arizmendi
de Caracol, hace unas semanas entrevistó a Salvatore Mancuso. También en este
caso las descripciones fueron horrorosas, y dichas como se cuenta un cuento
inocente. Sobra decir que la sintonía alcanzó un record importante.
En
los dos casos anteriores no funciona eso de hacer apología de la violencia. Se
trata de periodistas eminentes en medios sin tacha a quienes les importa menos
que una juventud encuentre en el crimen, servido como ejemplo de virilidad, la
razón de su existencia.
Ahora
se llevará a la televisión la vida, obra y milagros de Pablo Escobar, sin
ninguna oposición de los defensores de los televidentes, ni de las
organizaciones que propagan las buenas costumbres, ni de las asociaciones
religiosas que se oponen a las muertes violentas.
Aquí
opera la cuestionada libertad de expresión.
Me
pregunto –preguntas que se hace uno para caminar el filo de la fantasía–, ¿que
pasaría si a un cineasta le diera por llevar a la pantalla chica la vida y obra
de Manuel Marulanda Vélez?
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