Se
envejeció mi mamá.
Verla
encorvada, frágil, con su arrume de huesos débiles, mirando un horizonte cada
vez más estrecho, me obliga a ser tierno, y a comprender que nacimos y vivimos
para morir.
Hace
años, que nos parecen breves, esa mujer era bella y joven.
Encendía
el fuego de la vida, la pasión, que hizo posible el tránsito de niña a mujer y
de mujer a madre. Que propició el milagro de crear nuevas vidas, que permitió
que conociéramos este mundo, para algunos, llamado valle de lágrimas y, para
otros, más reales, el lugar de nuestros sueños y de nuestra existencia. Gracias
mamá por traerme a vivir esta aventura alucinante; gracias mamá por darme esta
vida maravillosa.
Hace
años, que nos parecen añoranzas, no creíamos que mi mamá se fuera a morir.
Siendo
niños, esa madre era la protección definitiva contra los espantos, la que nos
resguardaba de todo mal, la que sanaba nuestro cuerpo contra las locuras
infantiles, la que nos castigaba con ternuras.
Mamá, la depositaria de nuestras quejas, era invencible contra los
tormentos que nos hacían llorar. Era el escudo opuesto a la ferocidad de papá.
Nada maligno sobrepasaba la altivez de mamá. Era fuerte y hermosa, dos
armoniosos argumentos la engalanaban para ganar el lance por la protección de
sus hijos. Era eterna y no se podía morir.
Hace
años, que nos parecen tardíos recuerdos,
era nuestra consejera permanente.
Siempre
les dijo a las hijas mujeres que consiguieran de marido a un hombre que
sirviera para algo más que para mantenerlo. “Un hombre que sabe trabajar,
siempre es un buen hombre”, les decía con la autoridad de lo aprendido. Mamá, a los varones, nos recomendaba para el
casorio a las damas que supieran cocinar, barrer y planchar, aunque no fueran
bonitas. Y ahí saltó nuestra rebeldía de hombres como la primera oposición a su
mandato: “¿Y, entonces, las bonitas para quiénes son?”.
Mamá,
en medio de sus errores, siempre tuvo razón. Sin adornos y con valor, expresó
lo que sentía por el bien de sus hijos.
Hoy
nos parece imposible que tan pocos años de toda una vida hayan doblegado a mi
mamá.
Verla
frágil entre aguas y remedios, entre sábanas y abrigos, con esa lentitud
apacible de la vejez, con la certeza del final en cualquier día, nos desata la ternura,
nos sinceramos con nuestros sentimientos y la abrazamos con la misma delicadeza
con que acariciamos una porcelana, y la besamos como a la eterna causa de
nuestra existencia.
¡Gracias
mamá por estar viva!