Si la
cultura es el alma de los pueblos, la música es la exaltación de esa alma. A un
pueblo lo identifica y lo caracteriza su música.
La
música es la impronta de una comunidad, imprime el carácter de sus gentes, destaca
la fortaleza de su clase. Esto lo saben, entre muchos pueblos, los argentinos
con su tango; los mexicanos con sus rancheras; los austriacos con sus valses;
los españoles con sus pasodobles.
Nosotros
los colombianos, que tenemos una inmensa variedad de ritmos, que tenemos una
riqueza musical envidiable, dejamos a un lado ese tesoro para tararear
canciones gringas con el pretexto de la modernidad. El colmo: hasta los jóvenes
dicen que hay que ser viejo para que le guste la música colombiana.
México
nos dio el ejemplo en los años sesenta del siglo veinte: el compositor José
Alfredo Jiménez con su bella producción musical contrarrestó la fuerte
influencia de la música norteamericana e inglesa y afianzó la nacionalidad. El
gobierno mexicano aportó su autoridad para proteger y fomentar a sus artistas
que todavía gozan de prerrogativas que los ubica como privilegiados, como debe
ser.
En
Colombia los artistas están desprotegidos y lo estarán aún más con el tratado
de libre comercio con Estados Unidos, que reconocerá sus derechos por pocos
años y luego los explotará para enriquecer a empresarios extranjeros
inescrupulosos. Nuestras canciones se pasarán al inglés y se venderán como
originales gringas.
Recientemente
el gobierno de Colombia rindió un homenaje al músico Lucho Bermúdez, merecido,
aunque tardío. El homenaje consistió en pergaminos y medallas, ninguna difusión
de su música, ninguna ley que ampare al artista colombiano ni siquiera de
protección social en vida, ninguna ley que obligue a los medios sonoros a
difundir la música nuestra que muchos jóvenes desconocen.
Y
algo más deprimente.
Es
claro que para triunfar como artista musical en Colombia es condición necesaria
y suficiente ser hijo de magnate; ahí están los ejemplos de Shakira y Juanes.
Los demás artistas, que son superiores en calidad, sólo alcanzan el manoseo de
medios televisivos que los usan para aumentar su sintonía y sus ventas, y la
otra mayoría de artistas dotados, deben traicionar su nacionalidad y apuntarse
a componer canciones en inglés, para no morirse de hambre.
Así
las cosas, volvemos a repetir lo que alguna vez afirmamos: Desgraciado el país
que maltrata a sus artistas.