Ante nuestra escasez de filósofos, tenemos que apelar a las ocurrencias de sesudos deportistas que, frente al drama humano, les da por pensar con acierto. Sucedió con “Kid Pambelé”, el campeón mundial de boxeo quien, ante la inminencia de la pobreza después de una vida de lujos, dijo: “Es mejor ser rico que ser pobre”.
Otro campeón mundial, el ciclista “Cochise” Rodríguez, al enfrentar, sin éxito, a los dolientes de sus triunfos, hizo posible una expresión de una profundidad digna de Kant: “En Colombia la gente se muere más de envidia que de cáncer”.
Estos deportistas, que son muestra de la excepción y no la regla, se enfrentaron a una sociedad egoísta, envidiosa, fundamentada en la dignidad equívoca que otorga el dinero; y, hasta cierto punto, ganaron.
Tenemos aquí en parroquia, en nuestra flamante Universidad del Cauca, una muestra del poder de la envidia y del egoísmo que ha dejado tirados en el camino a hombres y mujeres de valor, hasta frustrar sus aspiraciones. Me duele, porque son jóvenes que, después de erigirse como promesas ciertas para el arte, por acción de estos envidiosos con poder, tan sólo alcanzaron una escala media de licenciatura, en el mejor de los casos. Los envidiosos no es difícil señalarlos, se pasean orondos por las cátedras de arte de nuestra Alma Mater que, tal parece, fueran vitalicias; presumen de lúmenes, imposibles de opacar; ningún estudiante es digno de su atención; para ellos no hay mérito que requiera de su apoyo. Eso lo hace la envidia: no puede ser el aprendiz mejor que el profesor, así lo sea. Cuando ese estudiante ha culminado con éxito sus estudios normales y exhibe una trayectoria impecable, se encuentra al final con los mayores y peores obstáculos que le eternizan la opción al grado.
La universidad, la facultad de artes y sus profesores tienen como misión suprema la orientación de los nuevos creadores para alcanzar esa difícil excelencia. Los profesores deben ser guías que apoyen, que orienten, que estimulen a los nuevos artistas; por algo adoptan el título de educadores cuando no formadores. Es una labor excelsa que nunca termina por agradecerse. Entonces se me hace indigno de cualquier profesor, haciendo alarde bajo un capricho mal entendido, expresarse en términos como “conmigo no te graduás; buscate otro profesor”. Me niego a pensar, y mucho menos a aceptar, que un catedrático de arte, además de la calidad académica, exija un vil valor de cambio para promocionar a un alumno. Sigo pensando, mientras se demuestre lo contrario, que es una aberrante envidia aunada a un puesto inamovible que hace de ese catedrático un abusador de poder.
Haría bien la universidad en revisar periódicamente el estado de sus facultades de arte; verificar la calidad de su enseñanza; sopesar sus resultados; seguramente encontraría feudos enclaustrados, egoístas patéticos y artistas en fila, retenidos para producir obras.
Algo está sucediendo en nuestra universidad cuando sus alumnos han perdido la capacidad de protesta contra la mediocridad de nuevo cuño. ¿O, será que pesa más el instinto de supervivir que la excelencia académica?
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