Rumbo al patíbulo
(Relato)
Camino al patíbulo empiezo a meditar sobre el honor, que exaltó mi carrera y me condujo a la muerte. Mis últimos cinco años están plagados de acontecimientos difíciles de creer, imposibles de aceptar en un mundo en paz; paz que nunca conocí, lo mío fue la guerra. Nací cuando ya corrían siete meses de la Primera Guerra Mundial y voy a morir hoy, cuando faltan, tal vez, siete meses para terminar la segunda. Desde el Tribunal del Pueblo, donde dictó la sentencia el juez Freisler, situado en la Bellevue Strasse y el barrio Plötzensee, lugar de asentamiento del verdugo, en Berlín, me separan dos horas –por los continuos cambios de ruta de la camioneta Opel de color verde y vidrios oscuros que impiden ver a los inminentes cadáveres–, para eludir los bombardeos diurnos de la flota aérea norteamericana y algunos cazas ingleses. Me acompañan tres condenados y un viejo guardián. Las calles explotan y los edificios derivan en escombros; sobrepasamos montículos y otras veces nos devolvemos ante la imposibilidad de afrontarlos. Berlín es una ciudad casi muerta hoy trece de octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro y, como todo próximo difunto, tiene estertores agónicos: las bombas, que descubren ciudadanos vivos extraviados para convertirlos en pedazos muertos.
No está muy lejos en el tiempo cuando comandaba el destacamento de reconocimiento blindado cerca de El Alamein en el norte de África, enfrentando la superioridad, en número de hombres, del ejército británico a órdenes de Montgomery. Fue allí donde pude haber caído como héroe del Tercer Reich; recibí una bala inglesa en mi brazo derecho que destrozó mi codo, que la desvió de penetrar por el órgano más vital. A cambio de mi muerte, ese doce de julio de mil novecientos cuarenta y dos, a mis veintisiete años, recibí la máxima condecoración del ejército alemán: la medalla de la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro. Desde entonces soy el oficial de caballería distinguido Roland von Hoesslin.
No siento miedo pero sí dolor por haber sido degradado como oficial del ejército alemán. Mis compañeros de infortunio están pálidos como estatuas de mármol y atisban el terror del deceso. Dentro de algunos minutos esta vieja camioneta que apodan “die grüne Minna” (Guillermina la verde) se detendrá en las puertas de la casa del verdugo, que hará su trabajo. Será una muerte rápida, nos lo han prometido.
Desde mis tiernos años me apasionaron el arte y la cultura europeos; en contraposición, detesto la política como artimaña para alcanzar el poder. Si no hubiéramos llegado a la guerra, habría sido un escritor, o un crítico de arte. Es una contradicción que ame las artes que glorifican la vida y las armas, que consagran la muerte. Pero, al igual que mi padre, encontré la suprema gloria de pertenecer al ejército una vez que Hitler desbarató el oprobioso tratado de Versalles, hecho que adhirió mi voluntad al régimen imperante. Alemania volvía a ser grande y respetada. Pese a los métodos de aniquilamiento, sangrientos, contra los civiles por diferencias políticas y étnicas, y los oficiales por conductas ajenas al servicio, que me hacían dudar del honor alemán, los éxitos del Führer frente a las potencias extranjeras, me inclinaron a jurar lealtad.
Y vino la guerra.
Cuando Francia y Gran Bretaña declararon el inicio de hostilidades contra Alemania, el tres de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, nosotros ya penetrábamos por el corredor polaco, amparados en el tratado ruso-alemán que nos dejaba libres para atacar a Polonia sin temor a una reacción soviética. Como explorador, hice parte del décimo tercer cuerpo del ejército con el grado de teniente de artillería, sin mayor oposición. El ejército polaco era un cuerpo de paz, inferior a nuestra máquina de guerra. A pesar de la resistencia heroica de los polacos, consolidamos nuestras posiciones y Polonia fue conquistada para el Tercer Reich. Luego cayeron Holanda, Bélgica y Francia en una acción envolvente con una fuerza desconocida hasta entonces por los militares del mundo, donde fueron decisivas la potencia artillera y las rápidas jornadas de la infantería mecanizada. Hasta ese momento, Alemania no había alcanzado tal magnitud de poder, era como volver a emular las acciones de Alejandro Magno.
Sufrimos un nuevo retraso en este camino hacia la muerte. Unos cañones antiaéreos de nuestra menguada Wehrmacht, disparan sin ninguna orientación, causan destrucción de algunas torres góticas y las líneas de alta tensión. A través de los vidrios oscuros de la Opel veo a niños soldados intentando ser artilleros, como divirtiéndose en un macabro juego de guerra. Uno de los cañones, emplazado en mitad de la calle, nos impide el paso. Retrocedemos y franqueamos por otra calle. Miro al cielo y deseo que cualquier avión inglés extraviado, nos atine con sus bombas; nuestra muerte, entonces, sería instantánea, anónima y unida al pueblo.
Después de compartir la línea de mando con el general Rommel en las arenas del desierto egipcio, cuando fui nombrado comandante del batallón de reconocimiento blindado número treinta y tres, mi admiración por el general jefe lindaba la veneración. Nunca tuve un superior con tal grado de astucia, arrojo e inteligencia para resolver en plena batalla los problemas de la guerra. Traté de emularle en cada acción que emprendía y sostuve grandes batallas favorables a nuestras armas; hice centenares de prisioneros a quienes ordené protección, abrigo y comida como lo establecen las leyes de la guerra para los vencidos, hasta que ese proyectil enemigo me envió de regreso a casa.
Jamás dejé de escribir; en cada recodo del desierto, en cada pausa guerrera, siempre tenía palabras para mis padres y abuelo. Recuerdo que para hacer conocer la enorme dificultad de escribir en esas condiciones extremas, alguna vez apunté: “Federico-Guillermo I firmaba sus cuadros, pintados durante los terribles accesos de gota que padecía, in tormentis pinzit, F.W. A veces, yo siento ganas de escribir eso mismo al pie de mis cartas”.
Al cruzar, la Opel, una calle que creíamos desierta, aparecen unos francotiradores que alcanzan a dispararnos. Paramos y el guardia ondea la bandera nazi; cesan los disparos de las juventudes hitlerianas, únicos soldados que aún protegen a Berlín. Después seguimos muy despacio. No hay prisa.
Mi convalecencia fue determinante para ordenar mis pensamientos enriquecidos con la información de los últimos acontecimientos. En cada jornada la guerra se hacía una tragedia irreversible, se incrementaba en espiral el número de bajas; todos los días caían civiles que diezmaba la población hasta hace unos meses floreciente y optimista. La derrota de Stalingrado, primero, y la subsecuente capitulación del sexto ejército del general Von Paulus, me indicaron sutilmente que Alemania podía estar en retirada estratégica, en el frente este. Aún creía en nuestro Führer quien planeaba la contraofensiva. En marzo de mil novecientos cuarenta y tres, recibí la visita del teniente coronel diplomado de estado mayor Claus von Stauffenberg quien iba trasladado para el frente africano. Su certeza sobre la derrota de Alemania no me conmovió. Para Stauffenberg los soviéticos eran invencibles, lo advertía por su conocimiento directo en el alto mando del ejército de tierra y por haber dirigido el departamento de Ejércitos Extranjeros del Este, cuando se produjo la invasión de Rusia.
Encontramos una vía expedita para acortar camino en dirección a Plötzensee, una estrecha carretera con planicies a la vera del camino. Vemos relámpagos gigantescos en la distancia, sin duda son cañones soviéticos. Quiero estar al frente, donde podría morir con honor. Ahora ni eso me permiten; acepto mi suerte.
Mi estadía vacacional en Hungría valoró la importancia de los aliados de Alemania. No se preveía una derrota cuando el ejército rojo ni siquiera había flanqueado territorio húngaro, ni polaco y pese a los bombardeos aliados, las bajas militares eran insignificantes; eso nos aseguraba Goebbels por la radio. Ahora sé que estaba desinformado: antes, en marzo de mil novecientos cuarenta y tres, la RAF –la Real Fuerza Aérea británica– había iniciado su ofensiva contra nosotros y no cesó hasta la capitulación; el frente este era de total iniciativa rusa; se preveía un desembarco aliado por el noroeste de Francia. Pero lo más triste para mi fue la debacle del ejército africano, en mayo de mil novecientos cuarenta y tres. Entonces escribí: “Este ejército, al que estaba particularmente unido nuestro corazón se ha hundido en las arenas de Túnez”.
Estamos próximos a la casa del verdugo. Se observa en las calles gran algarabía de paisanos después de la última incursión de los aviones ingleses y norteamericanos. Ocurre igual en cada ataque: se trata de prestar ayuda a los heridos e identificar precariamente a los muertos. Observo sin emoción. Siempre estuve cerca de la muerte que no me amilanan las escenas dramáticas; a eso se llega en una guerra, a una total deshumanización. La piedad y la conmiseración son sentimientos ajenos a los militares entrenados para eliminar todo vestigio de vida. En la guerra, un ser vivo es un potencial enemigo y muerto, es la paz de las cavernas; el silencio que sigue es más tenebroso.
Fueron terribles, no por el grado de destrucción sino por la sorpresa, las noches del veintidós al veinticinco de noviembre de mil novecientos cuarenta y tres, cuando empezaron los bombardeos contra Berlín. La capital del Reich, que había estado lejos de cualquier confrontación, ahora se convertía en frente de guerra. Veíamos entonces el horror metido en nuestras casas, la pérdida de la seguridad, la facilidad de morir sin combatir. Es la impotencia del militar quien recibe bombas potentes en continuas oleadas y no tiene armas capaces de responder al ataque.
Siempre actué con honor. Primero, por encima de todo, está mi adorada Alemania; por ella luché y por ella moriré. No se puede tener lealtad por quien la ha traicionado; soy leal a mi nación, no a una persona que derivó su grandeza en escombros de ignominia. Aún resuenan las palabras que me indicaron el camino que hoy me lleva a la tumba; las pronuncié ante un compañero de armas y posiblemente le dieron argumentos al juez Freisler para condenarme: “¿Crees que bajo un régimen como éste tenemos aún derecho a ganar la guerra?”. En este momento crucial de mis reflexiones emergió la figura del coronel Stauffenberg; sin compartir socialmente con él, me aliaba con él. Era el honor del ejército que preparaba la conjura contra el indigno conductor de Alemania. El mismo honor del capitán general y antiguo jefe del estado mayor conjunto Ludwig Beck que, aplicando sus principios, se suicidó antes de ser obligado a dimitir por oponerse a la invasión de Checoslovaquia. Beck fue enfático: “La obediencia del soldado termina donde la conciencia y el sentido de responsabilidad le impiden el cumplimiento de una orden…”. Mis padres no supieron de mis decisiones hasta cuando fui detenido en Meiningen por oficiales de la Gestapo la mañana del veinticuatro de agosto de mil novecientos cuarenta y cuatro.
Al final estoy aquí, apeándome de la Opel frente al barracón de ejecuciones. Llego a la sala del tribunal y me autorizan escribir unas palabras dirigidas a mis padres: “Hoy, el Tribunal del Pueblo me ha condenado a muerte. En pocos minutos se extinguirá mi vida. No temo a la muerte. Gracias a todos los que me han hecho bien. Gracias sobre todo por la vida que me habéis dado, que fue hermosa. Os abrazo por última vez”. Roland.
Me faltan cuatro meses para cumplir los treinta años de edad y, como una tierna oveja, me entregan al verdugo que está exhausto por el número de ejecuciones que ha hecho. Con hábil rapidez coloca el lazo sobre mi cuello y yo, en una absoluta oscuridad por la capucha negra que abraza mi cráneo, sólo oigo un fugaz golpe metálico y siento un descenso vertiginoso…