domingo, 30 de enero de 2011

La movilidad: cuento chino

La ciudad de Popayán, Colombia, no merece que la maltraten. Pero la están maltratando y no precisamente sus hijos, sino sus arrimados. Sus verdaderos hijos empezaron el desplazamiento hacia otros lugares del mundo a partir del terremoto de 1983; era su derecho, cuando se vinieron encima las siete plagas disfrazadas como demagogia goda –con el entonces presidente de las calamidades–, destrucción de un patrimonio familiar construido en años, nula esperanza de reconstrucción, desaparición de ayudas internacionales, desempleo, inseguridad, rechazo de profesionales locales a favor de advenedizos. Hoy, los que se fueron y se aventuran a volver, no encuentran amigos; si acaso algunos pocos viejos que le han hecho el quite a la muerte; que ya no pesan, que ya no se escuchan. Para aquellos payaneses, prósperos en otras ciudades de Colombia y el exterior, Popayán fue una ilusión que se perdió.

Ahora nos echan el cuento de la movilidad para acabar con una ciudad que dejará de ser única y pasará a ser una más con problemas que nos resolverán empresarios foráneos a un elevado costo. Según el correo de las brujas, que es el que mejor funciona, el alcalde, que no es payanés –y que nunca sabrá qué es eso–, va a dejar enculebrada a la ciudad con el flamante proyecto neoliberal de transporte masivo. (Nos quieren meter el fracaso del Transmilenio de Bogotá, del Mio de Cali, en esta ciudad donde la solución es otra.) En este propósito le apoyan los empresarios del transporte local –que tampoco son payaneses–, con su egoísmo y falta de ideas. Estamos seguros de que para el desplazamiento de los descomunales buses, algunas calles perderán su identidad y buena parte del patrimonio arquitectónico quedará reducido a híbridos escombros que ni serán antiguos ni tampoco modernos. Las zonas verdes, árboles centenarios incluidos, se sacrificarán para dar paso a un progreso mal entendido.

Está demostrado por experiencias de otros países, que si hay un buen transporte público urbano, el transporte particular se reduce, como sucede en las pequeñas ciudades europeas. Popayán es una ciudad pequeña que exhibe un crecimiento importante. Se requiere visión para detectar, hacia futuro, que es necesario, desde ya, acometer un plan de construcción de nuevas vías para nuevos asentamientos humanos. Pero como todo plan, que incluye variados proyectos, es una acción política donde deben participar los ciudadanos –juntas comunales, asociaciones de constructores, de ingenieros, arquitectos, comerciantes, empresarios locales del transporte, etc.- y el ente gubernamental correspondiente que lo eleve a la categoría de Plan de Desarrollo obligatorio. Como estamos, seguiremos al vaivén del político de turno, de sus intereses personales; lo que un alcalde haga, lo desbarata el siguiente.
Atrás dije que el proyecto de movilidad del actual alcalde cuenta con la aceptación de los empresarios locales del transporte por su egoísmo y falta de ideas y no puede ser más evidente: no tienen capacidad de asociación para constituirse en una única y sólida empresa, no son capaces de elaborar un proyecto de transporte integral que sea sometido al examen de la alcaldía y la ciudadanía. Por ese dejar hacer dejar pasar que han implantado en el Concejo Municipal, van a quedarse sin indulgencias y sin parroquia.

Popayán necesita con urgencia un proyecto de transporte integral, enmarcado en un Plan de Desarrollo, que tenga en cuenta nuestra geografía, nuestros polos de crecimiento, nuestro patrimonio cultural y arquitectónico, nuestro paisaje. Qué tal, por ejemplo, un sistema donde confluyan el tranvía de trocha angosta y el bus urbano pequeño, moderno, que incursione por donde el tranvía no lo haga; con la nueva forma de pago único por tarjeta recargable. El tranvía tiene unas ventajas excepcionales: Sus vías, más angostas que una calle, no son costosas porque van sobre rieles como el Metro; no consume combustible, se impulsa por energía de corriente directa; no es contaminante; no interfiere con el transporte normal de vehículos; es agradable y cómodo al pasajero, pues no genera ruido. Se me ocurre –lo que no hacen el alcalde ni nuestros transportadores–, construir una vía de norte a sur y bordeando los ríos Molino y Cauca, empalmando todos los barrios con breves rutas de buses por el mismo valor del pasaje; sería una ganancia para el ciudadano. Descubriríamos nuevos paisajes y recuperaríamos las riberas de los ríos. Hacer esto, antes que dinero, necesita voluntad política como se le llama ahora a la acción de beneficio a una comunidad; el dinero lo tienen los señores del sector financiero que necesitan el compromiso del gobierno y la comunidad para su recuperación con ganancias.

Tan sólo espero que nuestros dirigentes piensen con grandeza y, por una vez, actúen como estadistas “que piensan en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”; que a Popayán no le pase lo mismo que a Bogotá y Cali: que les metieron el Transmilenio y el Mio, cuando lo que necesitaban era el Metro.

sábado, 29 de enero de 2011

Entre nobles

No falta el honorable venido a menos que le saca brillo a su abolengo para igualarse con otros nobles de nuevo cuño. Sucedió en los impávidos años sesenta cuando fungía como presidente de Colombia Guillermo León Valencia. 
Un viejo de prosapia –según él– increpó al mandatario resaltando su origen de muy superior antecedente que Guillermo León.

-Usted, seguro, desciende de los Valencias criollos y yo en cambio desciendo de los condes de Madrid. No entiendo por qué usted tiene que destacarse más cuando mi descendencia es notable.

Guillermo León aclaró el asunto con una frase aguda:

-Mi estimado amigo, lo que sucede es que usted descendió demasiado.

domingo, 23 de enero de 2011

Envidia en la U.

Ante nuestra escasez de filósofos, tenemos que apelar a las ocurrencias de sesudos deportistas que, frente al drama humano, les da por pensar con acierto. Sucedió con “Kid Pambelé”, el campeón mundial de boxeo quien, ante la inminencia de la pobreza después de una vida de lujos, dijo: “Es mejor ser rico que ser pobre”.
Otro campeón mundial, el ciclista “Cochise” Rodríguez, al enfrentar, sin éxito, a los dolientes de sus triunfos, hizo posible una expresión de una profundidad digna de Kant: “En Colombia la gente se muere más de envidia que de cáncer”.
Estos deportistas, que son muestra de la excepción y no la regla, se enfrentaron a una sociedad egoísta, envidiosa, fundamentada en la dignidad equívoca que otorga el dinero; y, hasta cierto punto, ganaron.

Tenemos aquí en parroquia, en nuestra flamante Universidad del Cauca, una muestra del poder de la envidia y del egoísmo que ha dejado tirados en el camino a hombres y mujeres de valor, hasta frustrar sus aspiraciones. Me duele, porque son jóvenes que,  después de  erigirse como promesas ciertas para el arte, por acción de estos envidiosos con poder, tan sólo alcanzaron una escala media de licenciatura, en el mejor de los casos. Los envidiosos no es difícil señalarlos, se pasean orondos por las cátedras de arte de nuestra Alma Mater que, tal parece, fueran vitalicias; presumen de lúmenes, imposibles de opacar; ningún estudiante es digno de su atención; para ellos no hay mérito que requiera de su apoyo. Eso lo hace la envidia: no puede ser el aprendiz mejor que el profesor, así lo sea. Cuando ese estudiante ha culminado con éxito sus estudios normales y exhibe una trayectoria impecable, se encuentra al final con los mayores y peores obstáculos que le eternizan la opción al grado.

La universidad, la facultad de artes y sus profesores tienen como misión suprema la orientación de los nuevos creadores para alcanzar esa difícil excelencia. Los profesores deben ser guías que apoyen, que orienten, que estimulen a los nuevos artistas; por algo adoptan el título de educadores cuando no formadores. Es una labor excelsa que nunca termina por agradecerse. Entonces se me hace indigno de cualquier profesor, haciendo alarde bajo un capricho mal entendido, expresarse en términos como “conmigo no te graduás; buscate otro profesor”. Me niego a pensar, y mucho menos a aceptar, que un catedrático de arte, además de la calidad académica, exija un vil valor de cambio para promocionar a un alumno. Sigo pensando, mientras se demuestre lo contrario, que es una aberrante envidia aunada a un puesto inamovible que hace de ese catedrático un abusador de poder.

Haría bien la universidad en revisar periódicamente el estado de sus facultades de arte; verificar la calidad de su enseñanza; sopesar sus resultados; seguramente encontraría feudos enclaustrados, egoístas patéticos y artistas en fila, retenidos para producir obras.

Algo está sucediendo en nuestra universidad cuando sus alumnos han perdido la capacidad de protesta contra la mediocridad de nuevo cuño. ¿O, será que pesa más el instinto de supervivir que la excelencia académica?

sábado, 22 de enero de 2011

“Rasca” de confusión.

Llegó borracho el borracho a las dos de la mañana y empezó a gritar para que le abrieran la puerta de su casa, trancada por dentro:

-¡Ramera cabrona! ¡Ramera cabrona!

Sale la esposa echa una furia y le increpa con carácter:

-¡Vas a tener que dejar de beber ya, porque esta es la segunda vez que me cambiás el nombre! ¡Yo me llamo Ramona Cabrera!

domingo, 16 de enero de 2011

Pan y circo.

Según nos cuentan, los libros y las películas, en la antigüedad los imperios se sostenían con dos ingredientes sociales básicos: Pan y circo.

En nuestra época moderna hemos avanzado una barbaridad, ¡tanto!, que los gobiernos se sostienen con sólo circo. Y hay circo por todas partes: en los centros comerciales, en los coliseos deportivos, en las fiestas patronales, en las campañas electorales, en las clausuras colegiales, en las elecciones, en la televisión y, en nuestro país, hasta en los cruces de semáforos. El pan también abunda, pero en pocas y elevadas mesas. El régimen político moderno da mucho circo, pero también pan: permite que el hambriento lo arrebate de otros menos hambrientos con la persuasión de la indigencia o con la insinuación del puñal; esto en los bajos fondos. Más arriba la persuasión se acentúa refinada. Para qué voy a sustentar lo que todo el mundo sabe: quien tiene algún grado de poder lo utiliza para despojar a otros que sólo tienen el resultado de su trabajo.

Hoy, los buenos gobiernos se tasan en grados de felicidad transitoria de la plebe y se llega al colmo de pregonarlo. Vemos por ahí una propaganda baladí que destaca la labor del gobernante por haber hecho las mejores fiestas; es como premiar al hijo menor por hacernos reír en la cena así haya perdido todas las asignaturas del año escolar.

Gastar en circo es determinante para los mandatarios en trance de afrontar futuras e inmediatas elecciones. La masa informe, la misma que vota por un pan,  sólo tiene memoria reciente, se acuerda de unos minutos de felicidad rodeados por infinidad de días de tristeza. ¡Qué le vamos a hacer! La ignorancia da para todo, menos para identificar la causa de la ignorancia. De esta situación viven los eternos políticos y los terrenales clérigos. Y lo veremos este año. Veremos al candidato pampeando el hombro del asalariado a quien no conoce, cargando al bebé equivocado, besando la mejilla de la sirvienta de otros sirvientes, prometiendo lo imposible y negando lo obvio. Y para inclinar la voluntad del vulgo a favor de su cacareado “proyecto político” –que mas bien parece un “acuerdo de familia bien”–, basta con invitarlo al teatro del absurdo donde será el huésped de honor por breve intervalo, donde podrá comprobar que la felicidad está al alcance de la mano, que si no la toma –si no vota– no volverá a ser tenido en cuenta. Ese teatro del absurdo se expresa como sancocherías revueltas con aguardiente  

Aunque no creo en las odiosas encuestas y menos en las estadísticas –que sirven para volver aciertos los errores–, me remito a una que divulgó el llamado sector financiero. Esta decía que el 30% de la economía mundial giraba en torno a las industrias del entretenimiento. Dicho en términos de fácil comprensión: alrededor del vicio, la diversión, el circo, se gasta casi la tercera parte de lo que se gana un ciudadano. Que lo diga el sector financiero, el sector parásito de la economía, sirve para establecer la importancia del circo.  

Pero volvamos a la realidad inmediata y dejémonos conducir por el ayudante de Moliere; dejemos que ese buen teatro de humor nos colme, y aceptemos las tres palabras mágicas que nos llevan a un mundo de ensueño: ¡Arriba el telón!

Con un buen teatro, hasta tendremos la dignidad de criticar al circo, el mismo que sirve para eternizar los imperios.

sábado, 15 de enero de 2011

Borrachera joven.

En una reunión social estudiantil a algunos muchachos les dio por tomar licor llevados en andas de la curiosidad. La más pequeña del grupo se excedió y comenzó a mostrar torpezas hilarantes que era la delicia de los concurrentes. Le fallaban la voz y las piernas, hacía muecas y gesticulaba como un arlequín; pero llegó el primo sobrio de la familia y al verla en ese estado, soltó una recriminación:

-¡Mariela! ¡Te veo borracha!

La niña intentó corregir:

-El que está borracho eres tú, porque te veo borroso. 

domingo, 9 de enero de 2011

Rumbo al patíbulo (Relato)

Rumbo al patíbulo
(Relato)
Camino al patíbulo empiezo a meditar sobre el honor, que exaltó mi carrera y me condujo a la muerte. Mis últimos cinco años están plagados de acontecimientos difíciles de creer, imposibles de aceptar en un mundo en paz; paz que nunca conocí, lo mío fue la guerra. Nací cuando ya corrían siete meses de la Primera Guerra Mundial y voy a morir hoy, cuando faltan, tal vez, siete meses para terminar la segunda. Desde el Tribunal del Pueblo, donde dictó la sentencia el juez Freisler, situado en la Bellevue Strasse y el barrio Plötzensee, lugar de asentamiento del verdugo, en Berlín, me separan dos horas –por los continuos cambios de ruta de la camioneta Opel de color verde y vidrios oscuros que impiden ver a los inminentes cadáveres–, para eludir los bombardeos diurnos de la flota aérea norteamericana y algunos cazas ingleses. Me acompañan tres condenados y un viejo guardián. Las calles explotan y los edificios derivan en escombros; sobrepasamos montículos y otras veces nos devolvemos ante la imposibilidad de afrontarlos. Berlín es una ciudad casi muerta hoy trece de octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro y, como todo próximo difunto, tiene estertores agónicos: las bombas, que descubren ciudadanos vivos extraviados para convertirlos en pedazos muertos.



No está muy lejos en el tiempo cuando comandaba el destacamento de reconocimiento blindado cerca de El Alamein en el norte de África, enfrentando la superioridad, en número de hombres, del ejército británico a órdenes de Montgomery. Fue allí donde pude haber caído como héroe del Tercer Reich; recibí una bala inglesa en mi brazo derecho que destrozó mi codo, que la desvió de penetrar por el órgano más vital. A cambio de mi muerte, ese doce de julio de mil novecientos cuarenta y dos, a mis veintisiete años, recibí la máxima condecoración del ejército alemán: la medalla de la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro. Desde entonces soy el oficial de caballería distinguido Roland von Hoesslin.



No siento miedo pero sí dolor por haber sido degradado como oficial del ejército alemán. Mis compañeros de infortunio están pálidos como estatuas de mármol y atisban el terror del deceso. Dentro de algunos minutos esta vieja camioneta que apodan “die grüne Minna” (Guillermina la verde)  se detendrá en las puertas de la casa del verdugo, que hará su trabajo. Será una muerte rápida, nos lo han prometido.


Desde mis tiernos años me apasionaron el arte y la cultura europeos; en contraposición, detesto la política como artimaña para alcanzar el poder. Si no hubiéramos llegado a la guerra, habría sido un escritor, o un crítico de arte. Es una contradicción que ame las artes que glorifican la vida y las armas, que consagran la muerte. Pero, al igual que mi padre, encontré la suprema gloria de pertenecer al ejército una vez que Hitler desbarató el oprobioso tratado de Versalles, hecho que adhirió mi voluntad al régimen imperante. Alemania volvía a ser grande y respetada. Pese a los métodos de aniquilamiento, sangrientos, contra los civiles por diferencias políticas y étnicas, y los oficiales por conductas ajenas al servicio, que me hacían dudar del honor alemán, los éxitos del Führer frente a las potencias extranjeras, me inclinaron a jurar lealtad.

Y vino la guerra.

Cuando Francia y Gran Bretaña declararon el inicio de hostilidades contra Alemania, el tres de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, nosotros ya penetrábamos por el corredor polaco, amparados en el tratado ruso-alemán que nos dejaba libres para atacar a Polonia sin temor a una reacción soviética. Como explorador, hice parte del décimo tercer cuerpo del ejército con el grado de teniente de artillería, sin mayor oposición. El ejército polaco era un cuerpo de paz, inferior a nuestra máquina de guerra. A pesar de la resistencia heroica de los polacos, consolidamos nuestras posiciones y Polonia fue conquistada para el Tercer Reich. Luego cayeron Holanda, Bélgica y Francia en una acción envolvente con una fuerza desconocida hasta entonces por los militares del mundo, donde fueron decisivas la potencia artillera y las rápidas jornadas de la infantería mecanizada. Hasta ese momento, Alemania no había alcanzado tal magnitud de poder, era como volver a emular las acciones de Alejandro Magno.


Sufrimos un nuevo retraso en este camino hacia la muerte. Unos cañones antiaéreos de nuestra menguada Wehrmacht, disparan sin ninguna orientación, causan destrucción de algunas torres góticas y las líneas de alta tensión. A través de los vidrios oscuros de la Opel veo a niños soldados intentando ser artilleros, como divirtiéndose en un macabro juego de guerra. Uno de los cañones, emplazado en mitad de la calle, nos impide el paso. Retrocedemos y franqueamos por otra calle. Miro al cielo y deseo que cualquier avión inglés extraviado, nos atine con sus bombas; nuestra muerte, entonces, sería instantánea, anónima y unida al pueblo.


Después de compartir la línea de mando con el general Rommel en las arenas del desierto egipcio, cuando fui nombrado comandante del batallón de reconocimiento blindado número treinta y tres, mi admiración por el general jefe lindaba la veneración. Nunca tuve un superior con tal grado de astucia, arrojo e inteligencia para resolver en plena batalla los problemas de la guerra. Traté de emularle en cada acción que emprendía y sostuve grandes batallas favorables a nuestras armas; hice centenares de prisioneros a quienes ordené protección, abrigo y comida como lo establecen las leyes de la guerra para los vencidos, hasta que ese proyectil enemigo me envió de regreso a casa.
Jamás dejé de escribir; en cada recodo del desierto, en cada pausa guerrera, siempre tenía palabras para mis padres y abuelo. Recuerdo que para hacer conocer la enorme dificultad de escribir en esas condiciones extremas, alguna vez apunté: “Federico-Guillermo I firmaba sus cuadros, pintados durante los terribles accesos de gota que padecía, in tormentis pinzit, F.W.  A veces, yo siento ganas de escribir eso mismo al pie de mis cartas”.

Al cruzar, la Opel, una calle que creíamos desierta, aparecen unos francotiradores que alcanzan a dispararnos. Paramos y el guardia ondea la bandera nazi; cesan los disparos de las juventudes hitlerianas, únicos soldados que aún protegen a Berlín. Después seguimos muy despacio. No hay prisa.


Mi convalecencia fue determinante para ordenar mis pensamientos enriquecidos con la información de los últimos acontecimientos. En cada jornada la guerra se hacía una tragedia irreversible, se incrementaba en espiral el número de bajas; todos los días caían civiles que diezmaba la población hasta hace unos meses floreciente y optimista. La derrota de Stalingrado, primero, y la subsecuente capitulación del sexto ejército del general Von Paulus, me indicaron sutilmente que Alemania podía estar en retirada estratégica, en el frente este. Aún creía en nuestro Führer quien planeaba la contraofensiva. En marzo de mil novecientos cuarenta y tres, recibí la visita del teniente coronel diplomado de estado mayor Claus von Stauffenberg quien iba trasladado para el frente africano. Su certeza sobre la derrota de Alemania no me conmovió. Para Stauffenberg los soviéticos eran invencibles, lo advertía por su conocimiento directo en el alto mando del ejército de tierra y por haber dirigido el departamento de Ejércitos Extranjeros del Este, cuando se produjo la invasión de Rusia.



Encontramos una vía expedita para acortar camino en dirección a Plötzensee, una estrecha carretera con planicies a la vera del camino. Vemos relámpagos gigantescos en la distancia, sin duda son cañones soviéticos. Quiero estar al frente, donde podría morir con honor. Ahora ni eso me permiten; acepto mi suerte.


Mi estadía vacacional en Hungría valoró la importancia de los aliados de Alemania. No se preveía una derrota cuando el ejército rojo ni siquiera había flanqueado territorio húngaro, ni polaco y pese a los bombardeos aliados, las bajas militares eran insignificantes; eso nos aseguraba Goebbels por la radio. Ahora sé que estaba desinformado: antes, en marzo de mil novecientos cuarenta y tres, la RAF –la Real Fuerza Aérea británica– había iniciado su ofensiva contra nosotros y no cesó hasta la capitulación; el frente este era de total iniciativa rusa; se preveía un desembarco aliado por el noroeste de Francia. Pero lo más triste para mi fue la debacle del ejército africano, en mayo de mil novecientos cuarenta y tres. Entonces escribí: “Este ejército, al que estaba particularmente unido nuestro corazón se ha hundido en las arenas de Túnez”.


Estamos próximos a la casa del verdugo. Se observa en las calles gran algarabía de paisanos después de la última incursión de los aviones ingleses y norteamericanos. Ocurre igual en cada ataque: se trata de prestar ayuda a los heridos e identificar precariamente a los muertos. Observo sin emoción. Siempre estuve cerca de la muerte que no me amilanan las escenas dramáticas; a eso se llega en una guerra, a una total deshumanización. La piedad y la conmiseración son sentimientos ajenos a los militares entrenados para eliminar todo vestigio de vida. En la guerra, un ser vivo es un potencial enemigo y muerto, es la paz de las cavernas; el silencio que sigue es más tenebroso.


Fueron terribles, no por el grado de destrucción sino por la sorpresa, las noches del veintidós al veinticinco de noviembre de mil novecientos cuarenta y tres, cuando empezaron los bombardeos contra Berlín. La capital del Reich, que había estado lejos de cualquier confrontación, ahora se convertía en frente de guerra. Veíamos entonces el horror metido en nuestras casas, la pérdida de la seguridad, la facilidad de morir sin combatir. Es la impotencia del militar quien recibe bombas potentes en continuas oleadas y no tiene armas capaces de responder al ataque.
Siempre actué con honor. Primero, por encima de todo, está mi adorada Alemania; por ella luché y por ella moriré. No se puede tener lealtad por quien la ha traicionado; soy leal a mi nación, no a una persona que derivó su grandeza en escombros de ignominia. Aún resuenan las palabras que me indicaron el camino que hoy me lleva a la tumba; las pronuncié ante un compañero de armas y posiblemente le dieron argumentos al juez Freisler para condenarme: “¿Crees que bajo un régimen como éste tenemos aún derecho a ganar la guerra?”. En este momento crucial de mis reflexiones emergió la figura del coronel Stauffenberg; sin compartir socialmente con él, me aliaba con él. Era el honor del ejército que preparaba la conjura contra el indigno conductor de Alemania. El mismo honor del capitán general y antiguo jefe del estado mayor conjunto Ludwig Beck que, aplicando sus principios, se suicidó antes de ser obligado a dimitir por oponerse a la invasión de Checoslovaquia. Beck fue enfático: “La obediencia del soldado termina donde la conciencia y el sentido de responsabilidad le impiden el cumplimiento de una orden…”. Mis padres no supieron de mis decisiones hasta cuando fui detenido en Meiningen por oficiales de la Gestapo la mañana del veinticuatro de agosto de mil novecientos cuarenta y cuatro.


Al final estoy aquí, apeándome de la Opel frente al barracón de ejecuciones. Llego a la sala del tribunal y me autorizan escribir unas palabras dirigidas a mis padres: “Hoy, el Tribunal del Pueblo me ha condenado a muerte. En pocos minutos se extinguirá mi vida. No temo a la muerte. Gracias a todos los que me han hecho bien. Gracias sobre todo por la vida que me habéis dado, que fue hermosa. Os abrazo por última vez”. Roland.

Me faltan cuatro meses para cumplir los treinta años de edad y, como una tierna oveja, me entregan al verdugo que está exhausto por el número de ejecuciones que ha hecho. Con hábil rapidez coloca el lazo sobre mi cuello y yo, en una absoluta oscuridad por la capucha negra que abraza mi cráneo, sólo oigo un fugaz golpe metálico y siento un descenso vertiginoso… 

sábado, 8 de enero de 2011

En plural.

Los seminarios para ejecutivos sirven para pasarla bien, aunque no se aprenda. Bueno, aprender lo que es de sentido común lo hacen los inteligentes, como ocurrió con un joven aprendiz de gerente. A este prospecto de administrador, le enseñaron que una empresa es una comunidad, donde todo lo que se haga, o deje de hacer, es en común y por eso debe usarse siempre el plural, en toda relación.
Llegó a su fortín burocrático y convocó a sus subalternos para indicarles, a manera de ejemplo, que, de ahora en adelante, debían decir: Trabajamos duro, cumplimos la meta, cometimos errores, celebramos años… No faltó el agudo empleado que pidió la palabra para asegurar:

-¡Preñamos a la secretaria!