Tengo la costumbre de dialogar con jóvenes por la bendita pretensión de enseñar; no sé si ellos asimilan mis ideas o simplemente las oyen sin escucharlas, pero algo debe quedar de todo lo dicho. A veces se genera controversia que siempre es saludable para la inteligencia. Es una forma de educar. La misma que se ha perdido con la tal “Revolución Educativa” que pretende formar técnicos, tecnólogos, ingenieros de seis semestres, que sólo hagan, que obedezcan, que no pregunten, que no piensen, que no cuestionen. Según esta nefasta política –exaltada por un escritor de pergaminos, William Ospina, que también desparramó incienso para el sistema de salud– se debe ampliar la cobertura escolar, se debe mejorar la calidad educativa y se debe enfatizar en la adopción de valores.
Ampliar la cobertura escolar es, bajo esta política, aumentar la materia prima de un gran negocio aupado por el Estado. Cuando la educación dejó de ser un derecho de los ciudadanos y pasó a ser un servicio, se dio la primera estocada para llevarla a la privatización. Ahora, con la rimbombante “Revolución Educativa”, dejó de ser un servicio y pasó descaradamente a ser un negocio. La estocada final la acaba de dar el Ministro de Hacienda, un señor Echeverry formado en las escuelas neo liberales de Estados Unidos, cuando dijo que el Estado no tiene recursos económicos para atender la gratuidad de los programas educativos de pre escolar, primaria, y secundaria. (En este caso, el mandato de la Constitución Nacional vale huevo.) Si hacemos la pregunta ¿quién asumirá este nicho educativo?, la respuesta nos la da el objetivo de esa política de ampliación de la cobertura educativa: la empresa privada.
Mejorar la calidad educativa es sencillamente formar técnicos en la clase baja, tecnólogos en la media y profesionales en la alta. Cada clase social, en su orden económico, tendrá la educación que pueda pagar. Eso sí, de calidad en su campo. Un técnico, por ejemplo, debe ser altamente productivo, de suerte que le permita trabajar durante varios meses, orgulloso, en las maquilas de empresas transnacionales, por comida. Suficiente. La clase media no producirá profesionales, porque su alcance económico escasamente le permitirá una tecnología que, según el diario El Tiempo, es el futuro de las nuevas generaciones para evitar profesionales varados en los semáforos o manejando taxi. Su salario doblará el mínimo, según su productividad, que, claro, establece el patrón con medida conveniente. En cuanto a las élites –éstas ya tienen asegurado el futuro desde la cuna–, pueden ser profesionales de cualquier universidad extranjera que venda títulos especialmente diseñados para su presupuesto, que es ilimitado. Hasta se darán el lujo de tener profesionales en energía nuclear que no sepan resolver una ecuación diferencial. De todas maneras ellos mandan –nunca hacen– y un título es un mandato que no todos pueden exhibir. Todo lo permite el dinero en nuestro paraíso neo liberal; el problema reside en que el dinero reposa en muy pocas manos, razón de la pobreza y la opulencia. Esta reflexión, brevemente esbozada, expresa una realidad inmediata: se eliminará la universidad pública. Las instituciones de educación técnica y tecnológica serán privadas, estimuladas por una infame competencia.
Los llamados valores, son todos religiosos. Desde el principio de la República, al entregar el Estado la educación a la iglesia católica, nos marcó el camino del bien que no es otro que la exaltación de la pobreza, la humildad frente a los poderosos, la resignación fatua, la adopción de dogmas sin discusión, la aceptación de mentiras repetidas miles de veces como verdades, la inutilización del cerebro para pensar, la pérdida de memoria. La educación debería ser laica en un país laico –como lo establece la Constitución Nacional–; sin embargo, la religión católica es determinante en el momento ceremonial y en la otorgación de títulos o en la legalización de saberes. Es triste, pero la educación colombiana está cimentada en el acopio de información para el desarrollo de algunas habilidades; no está diseñada para pensar. Al estudiante no se le enseña –mucho menos se le obliga– a pensar, sólo a aceptar; acumular sin discernimiento. Y el nuevo estudiante encuentra ese camino fácil del facilismo; se fomenta la promoción automática; la validación espuria. Por ahí también se llega a la delincuencia, al atajo del crimen, valorado por las películas de gánsteres, exaltado por el machismo norteamericano: no se necesita saber para tener poder.
¡Pobre nuestra educación en manos de los especialistas!
Pero se me olvidaba que esos especialistas observan las tendencias del mercado. Y el mercado laboral –global, si nos atenemos a la nueva jerga– pide mano de obra barata, obreros zombis, y en el peor –¿o mejor?– de los casos, trabajadores desechables.
Ciertos ideólogos de la derecha pregonan que la educación es fundamental para el desarrollo de un país y ponen de ejemplo a los emergentes asiáticos. Sin embargo, predican pero no aplican. Hablan de mejorar la calidad de la educación pero pauperizan al educador y hasta lo persiguen por su calidad de agitador de ideas, que es la verdadera esencia de su trabajo; la formación científica ocupa el último lugar de una escala que encabeza la defensa del Estado con todas sus instituciones represivas, tal como ocurre en las repúblicas africanas que siguen cosechando la violencia que sembraron los europeos. Otras veces, la politiquería hace estragos con el nombramiento de maestros incapaces, recién aterrizados de un fracaso académico, recién vinculados al directorio político de moda, en detrimento de los educadores con vocación pedagógica.
La educación está vinculada a la política del Estado que nos rige. Si la educación apunta al facilismo, quiere decir que la política ha fracasado, o es la que se impondrá en el inmediato futuro. En cualquiera de los casos, vendría bien cambiarla.