Los
recientes fallecimientos de personas estimadas o admiradas, nos obliga a
reconocer que la vida es frágil.
La
vida es un milagro, así se trate de la vida más modesta.
Para
que nazca un ser humano se necesita la confluencia de infinitas coincidencias;
desde el encuentro casual entre abuelo y abuela, si nos remitimos tres
generaciones atrás, hasta la concepción, entre millones de óvulos y
espermatozoides, de solo un par, que agitaron el amor de papá y mamá. Si ellos no
se hubieran conocido, y amado, nunca hubiéramos nacido, igual si los abuelos no
hubieran coincidido en lejanos tiempos.
Si la
vida es un milagro, debe preservarse y conservarse; sin embargo el ser humano
tiene escasa consideración por la vida, tanto la propia como la ajena.
Hasta se
atreve a creer que nunca morirá, como si el milagro de vivir excluyera la
certeza de morir. La muerte la ve como una posibilidad lejana y cuando sucede
en familiares y amigos se le ocurre una injusticia mayúscula o se vuelve un
dolor agudo, dependiendo del amor profesado por quienes cambiaron de estado.
Porque
la muerte es volver a la nada, de donde venimos.
Pregunta
crucial que una jovencita inteligente se hizo: ¿Qué éramos antes de nacer? Nada.
Pregunta que nos hacemos todos: ¿Qué seremos después de morir? Nada. Volveremos
a nuestro estado inicial. Pero como el ser humano se niega a aceptar este
designio, inventó la religión para consolarse con suposiciones de una vida
después de la muerte.
Después
de la muerte volveremos a ser lo mismo que éramos antes de nacer: estado
anterior sobre el que no hay teorías religiosas.
Nos
queda seguir viviendo a pesar de que nuestros amigos y familiares más queridos
se vayan primero. Es imposible cambiar los designios supremos, pero podemos
vivir, que para nuestro caso sería disfrutar al máximo de esta aventura que no
pedimos tener, y sin embargo agradecemos a nuestros padres que nos hayan
escogido entre millones de posibilidades que nos privilegian frente a otros tantos
que nunca nacieron.
Sí,
la vida es un milagro pero también es frágil. Esta certeza debería obligarnos a
conservarla y protegerla hasta el final.
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