domingo, 20 de marzo de 2011

¡Los culebreros de la revolución! (Cuento)

¡Los culebreros de la revolución!
(Cuento)

Por aquellos días, refundidos en el principio de nuestras rebeldías, todavía estaban vivos Camilo Torres Restrepo y el Ché Guevara. Eran tiempos de agitación estudiantil atizada por el rechazo de los opositores políticos hacia el Frente Nacional, un pacto de ricos liberales y conservadores para alternarse el poder en Colombia por diez y seis años y para que no se siguieran matando los pobres campesinos por un color partidista.  Bueno, este último fue el cuento que nos echaron. Camilo Torres Restrepo fundó un periódico, en rechazo al Frente Nacional, que se llamaba Frente Unido; lo vendían en los colegios y universidades y algunos puestos de periódicos entreverado con la revista Luz, primera publicación porno disfrazada de científica; lo estuvimos comprando y leyendo hasta que en su página de apertura emergió la figura de Paulo VI.

¡Eso sí no lo perdonamos!

No estábamos con el Frente Nacional pero tampoco íbamos a permitir que un Papa orientara nuestros primeros escarceos políticos. Creo que a partir de esa desafortunada presentación del periódico, el Frente Unido pasó a ser el Frente Dividido entre troskistas, que creían en la buena voluntad de la iglesia católica; y marxistas-leninistas, que sólo confiaban en las masas obreras; y maoístas, que inculcaban una revolución campesina en un país de sembradores y cosechadores.

Camilo, hacía giras por Colombia para dar a conocer su pensamiento y su gallarda postura que lo introducía en las columnas de la farándula femenina. Alberto Lleras Camargo, primer presidente que impuso el Frente Nacional, el gran jefe pluma blanca del partido liberal –un partido laico que por esos tiempos impulsaba las procesiones religiosas católicas– también hacía sus giras, para contrarrestar con voz microfónica, educada en los auditorios norteamericanos, los agites de una revolución romántica que se estaba tomando los colegios y las universidades, mientras en el campo las armas se afinaban para afrontar una etapa superior de conflagración. Como la televisión era incipientemente claroscura, los personajes del estrellato los conocíamos en fotografías en blanco y negro pegadas a periódicos en blanco y negro que comparábamos con sus figuras en color de carne y hueso en las manifestaciones públicas, cuando se trataba de políticos. Y había, con inusitada frecuencia, más asonadas contestatarias que misas; que es lo mismo que decir, más enfrentamientos con la fuerza pública que desfiles colegiales con banda de guerra. El Ché Guevara había desaparecido del espectro de los dirigentes que gobernaban la isla de la ilusión y Fidel tan sólo insinuaba por Radio Habana (“Transmitiendo desde Cuba, territorio libre de América”.) que estaba cumpliendo una misión revolucionaria.

Mientras esperábamos que el Ché Guevara irrumpiera por alguna manigua inesperada, apareció por aquí el cura Camilo Torres que llenó el Paraninfo de la Universidad del Cauca para anunciar un gran descubrimiento: si el alma es inmortal, el hambre sí es mortal. El camino de la revolución era, entonces, la senda de la reivindicación social; sólo que no la tomaron los que seguían aguantando hambre. Todo el peso de la revolución caía sobre los hombros de los estudiantes; era una revolución de gladiolos.
También la caldera de las ideas se agitaba por las posturas de los sumos sacerdotes del Frente Nacional, entre ellos el más visible, el más representativo, que ostentaba la dignidad de ex presidente: Alberto Lleras Camargo. Cuando se anunció su visita a esta ciudad por la Radiodifusora Nacional de Colombia de donde copiaban las noticias las emisoras locales La Voz de Belalcázar, la Voz del Cauca y Radio Popayán, porque no había más, nosotros (¡Estudiantes, adelante!) comenzamos los preparativos para hacerle un gran recibimiento al patriarca de la derecha liberal.

Fue en el Liceo Nacional de Varones, en una asamblea multitudinaria, donde se votaron ideas, entre ellas una chiquita y certera: sabotear el discurso que el patriarca pronunciaría en el parque Caldas, desde los balcones del edificio de la carrera séptima con calle cuarta. Los liceístas, avezados estrategas, callaron al proponente haciendo guiños imperceptibles para discutir el asunto en la clandestinidad, porque la policía ya tenía infiltrados. La propuesta que se aprobó al final, fue asistir en masa a la manifestación y escuchar los planteamientos del más inteligente de los liberales godos en fraterna paz; nada de enfrentamientos con la fuerza pública. No faltaron los “Vivas” a la tolerancia estudiantil.
Después supimos de una tarea inverosímil que nos habían asignado los dirigentes superiores. Se trataba de conseguir diez avispas negras y meterlas en una chuspa de papel, de las mismas que servían para empacar el arroz por libras. Había que agujerear con alfiler previamente la chuspa para que no se ahogaran los animalitos. En total diez estudiantes, ágiles y osados, debíamos tener listas las avispas al mediodía del viernes. La manifestación estaba prevista para las tres de la tarde. Era una labor simple que se nos hacía ingenua; acostumbrados como estábamos a la acción de provocar a los agentes del orden (“¡Tombo: a tu mujer se la come el coronel y a tu hermana el capitán!”) y evitarlos con saltos y carreras, esta vez era como hacer un trabajo crochet de niñas.

En la plaza, caía el sol inclemente de una tarde de junio y las gentes se iban apretujando en la esquina para conocer al doctor Lleras, muelón él; de blanca calva él; el mismo que en mil novecientos cincuenta y ocho, en uno de sus primeros actos de gobierno, como presidente, tuvo en cuenta al departamento del Cauca: convirtió la isla Gorgona en un campo de concentración para presos políticos, confinados junto a los peores criminales. En la plaza había seguidores, sin duda, codeándose con zalameros y curiosos; los únicos opositores eran los estudiantes que se iban acercando en pequeños grupos, entre ellos los enchuspados, como se nos dio en calificar después del acontecimiento. Los policías nos veían dispersos con las chuspas y tal vez creían que contenían caucharina para comer, o bien, leche en polvo con azúcar, de esa que repartía la Cáritas de los gringos en las escuelas. Así como la policía había dispuesto carabineros en grupos de a dos, por los cuatro costados, nosotros debíamos estar cerca de ellos, casi pegados a los caballos. Cuando fue anunciado el orador principal el júbilo fue general, podríamos decir que unánime porque nosotros nos unimos al festejo con las chuspas al viento. No había motivo de discrepancia. El doctor Lleras hizo un recuento de las bondades del Frente Nacional, de la disminución de la violencia…Pero en ese momento oímos el pito de la señal para sacudir las chuspas y liberar las avispas debajo del abdomen de los caballos. Lo que siguió fue el caos. Al sentir las picaduras los caballos emprendieron un galope desaforado atropellando a quien no hubiera reaccionado. Y fueron diez caballos por toda la plaza que hicieron la dispersión de los manifestantes. Los policías montados no podían controlar a los animales y tampoco sabían qué pasaba, cuál era la causa para esa reacción imprevista de los cuadrúpedos. En pocos segundos no quedaban manifestantes en la plaza; muchos se habían refugiado en los portales; otros, pegados a los árboles del parque, en los portones de las casas y en los andenes tiritaban con una sabrosa emoción. La policía de a pie no sabía cómo reaccionar, ni contra quién.

Al ver la agitación imprevista, el pleno desorden, la anarquía en carrera, el doctor Lleras, después de su inicial sorpresa, fiel a su estirpe de inquisidor, señaló con su dedo índice derecho a esa plaza vacía:

¡Allí están los culebreros de la revolución!

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