Me enviaron un correo electrónico que contiene un video (http://vimeo.com/18737662) de un promotor social de ascendencia japonesa. Se trata de un joven brillante, de padre japonés y madre colombiana, que hace un trabajo social en Ciudad Bolívar, en Bogotá.
Su exposición, muy amena, está estructurada como lo establecen los cánones de empresarios japoneses y norteamericanos y es de un hondo contenido ideológico. Sin embargo, mi obligación es señalar los aspectos éticos y políticos que inducen en el público el error de creer que vivimos en el mejor de los mundos. La conclusión general, que se deriva al finalizar la charla, es que, como estamos, estamos bien; mejor que los países desarrollados; que debemos seguir así.
Desde el punto de vista ético se dicen unas verdades que sabíamos, pero puestas en un contexto empresarial se vuelven descubrimiento. Ahí están, por ejemplo, el cariño entre los vecinos y amigos, que es una característica latina (“Te quiero chino”. “Yo también te quiero”.); la solidaridad de clase, otra virtud que funciona entre pobres (“La sandía, que vale cinco mil pesos, déjesela al chino en tres”.) Estas virtudes éticas, según la exposición, tal parece que sólo las tenemos nosotros; los países desarrollados, como Japón y Estados Unidos, no, y por eso es inconveniente ser como ellos. El fundamentalismo se orienta a seguir siendo lo que somos y descartar otras formas de convivencia que ya han perfeccionado los países desarrollados.
Creo no equivocarme al afirmar que el propósito fundamental de estas charlas es político. Algunas apreciaciones, elevadas a dogma, orientan a una comunidad para que se ponga de parte de quienes saquean su riqueza. Decir, por ejemplo, con gracia y con humor, que Colombia es rica en petróleo, en café y en esmeraldas, cuando el Japón no lo es, pasa a ser una aseveración por lo menos equivocada. Veamos: El petróleo, ¿quién lo explota y a quién beneficia? No es al pueblo colombiano, que paga los derivados más caros del mundo como si no lo tuviéramos. El café, beneficia a los tostadores de empresas transnacionales; nosotros tomamos el café que desecha, para exportación, la Federación de Cafeteros. De nada nos sirve tener el mejor café del mundo. Las esmeraldas, las más bellas, las más valiosas, no están en Colombia, están en Europa comercializadas por empresas extranjeras. En Colombia hay un comercio pingüe en la avenida Jiménez de Bogotá, que es lo único que nos queda de esa gran riqueza. Como los africanos: quedaron muy pobres (y con violencia) después de poseer los diamantes más valiosos del mundo.
Que el Japón es pobre porque no tiene riquezas naturales fue exaltado por el conferencista, comparando a Colombia como un gran país rico, dueño de todas las materias primas. Centrando en la capacidad de su gente, el Japón llegó a ser una gran potencia industrial y lo mismo se pretende de Colombia, elogiando la capacidad individual como una actividad de héroes. Pero la cosa no es así. Individualmente considerado, el ciudadano no es capaz de transformar a un país; lo están demostrando los países norteafricanos, lo demostró el Japón con su buena política.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el Japón emprendió un nuevo camino político; sostuvo el imperio y les otorgó a los nuevos dirigentes el manejo del Estado. Su sistema político, democrático incluyente, desarrolló un capitalismo con función social. Se creó un Instituto de desarrollo que era intermediario entre el Estado y la empresa privada para trazar su gran política a partir de sus fortalezas y debilidades cuyo fin último era la grandeza, estabilidad y bienestar del Japón. La debilidad del país del sol naciente era la nula existencia de materias primas, su fortaleza la centraron en la ciencia, la técnica y la industria de transformación. A través del Instituto, el Estado garantizaba la importación de materias primas, el entrenamiento de científicos y técnicos; la empresa privada hacía la gran expansión de las industrias de transformación, la ofensiva comercial. El resultado de esa política está a la vista. Si hay 43 mil suicidios al año es porque esa política, exitosa en el campo económico, descuidó a la juventud que no se orienta por las ciencias y la industria sino por el arte y las humanidades. Hay frustración para los jóvenes que optan por las artes como un señalamiento cultural. Para que ustedes juzguen estas afirmaciones, basta preguntar cuántos escritores, pintores, músicos, poetas, artistas, humanistas de talla mundial ha producido Japón. (¿?) Creo que la dirigencia política nipona, hoy, está replanteando este aspecto.
Colombia es, por el contrario, una democracia excluyente; su capitalismo sólo beneficia a quienes detentan el poder en detrimento de la gran población. Colombia es suministradora de materias primas, no más. Pero esas riquezas del subsuelo, que por mandato de la Constitución pertenecen al Estado, las negocian y comercializan los dueños del poder a su antojo, sin contribuir para nada al progreso del país. Ahí están los ejemplos de las concesiones mineras, explotadoras de oro, que sacrifican los páramos, las reservas naturales, el agua, para que unas empresas extranjeras se beneficien, sin importarles las consecuencias que afectarán a los pobladores del entorno, así aseguren lo contrario; es la misma actitud que asumen los jefes del gobierno que han bautizado esa permisividad como “confianza inversionista”. Al final, si seguimos así, no tendremos materias primas, ni riquezas naturales y peor aún, no tendremos país.
Con la pobreza africana que se nos viene encima, ni siquiera los héroes de Ciudad Bolívar, que adulaba nuestro brillante japonés tolimense, nos podrán salvar de la indigencia mundial.
Algo va de Colombia al Japón.
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