Cuántas veces a los ladrones les va mal en sus faenas. Como dice el dicho, van por lana y resultan trasquilados; otros van por plata y terminan endeudados; y los más aventajados, van por la esposa del dueño de la casa y terminan de amantes del fontanero.
Por los lados de un barrio de Popayán, con nombre de prócer, arrimado al río Ejido, recostado al Cementerio Central, extendido cual alfombra de dos pisos, había una casa amplia, de sólo un piso, con solar protegido por una tapia de casi tres metros de alto; la única residencia que no habían robado los ladrones. Permanecía, durante el día, sola y sin vigilantes, pero los dueños de lo ajeno no incursionaban en ella. Los vecinos místicos creían que estaba protegida por todos los ángeles; los fanáticos, que tenía maleficio; los vecinos indiferentes, atribuían a la buena suerte que los ladrones pasaran de agache por la tapia esa. Hasta que, circunstancialmente, descubrimos el encanto.
Estábamos en el balcón de nuestra casa, tipo seis de la tarde, cuando vimos a dos individuos en ademanes sospechosos que rondaban la tapia del vecino de la diagonal. Observamos sin ser observados. Como maromeros de circo, los rateros se encaramaron por la tapia, uno apoyando al otro sobre sus hombros y después éste jalando al primero desde la altura. Fue una ilusión verlos subir, desaparecer y volverlos a ver, otra vez, encaramados en la tapia y saltando hacia la calle horrorizados. Nos sorprendimos tanto que pusimos en observación permanente la casa diagonal. El espectáculo era sin igual, sobre todo con los rateros nuevos y los ladrones de otros barrios. Los veíamos escalar la tapia, caer al interior y volver a subir y caer a la calle, siempre pálidos y asustados.
Averiguando la cosa, llegamos a saber que esa era la casa del papá de Fernandito, estudiante del Instituto Técnico Industrial; y Fernandito, cuando le comentamos el asunto, nos sorprendió peor que los ladrones con una estruendosa carcajada; se reía tanto que prolongaba al exceso la intrigante situación. Cuando dejó de reír, lágrimas incluidas, Fernandito nos invitó a su casa para que por nuestros propios ojos develáramos el misterio. Le seguían atacando accesos de risa y a nosotros, accesos de la “piedra” que nos salía. Entramos por la puerta principal que daba a la calle opuesta a la de la tapia sin ver nada anormal y nos condujo por un breve corredor al solar. Antes de penetrar por la puerta de ingreso, nos advirtió: “No se vayan a asustar que estos animalitos son mansitos.”
Entramos al solar y vimos en medio de la maleza, los platanales y los geranios, como en un gran plato de espaguetis tirado al sol, un güio, una anaconda, varios crótalos, una que otra mapaná, varias “cabezas de candado”, bellas corales falsas, cascabeles estiradas que no sonaban, perezosas tallas equis, que ni se mosquearon por nuestra presencia. De todas maneras nos sorprendimos hasta el miedo y nos dio por preguntar a Fernandito:
-¿Y por qué estas serpientes están aquí?
La razón fue contundente:
-Mi papá es culebrero.
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