Conocí
al Mono Luis H. Ledezma cuando a mi
me tocó ser parte de las estrellas de la radio en Caracol, por los años en que
sus fotos comenzaban a colorearse con ese tono sepia que después se hizo
artístico.
El Mono iba a la emisora para tomar fotos a
los ciclistas de la Vuelta a Colombia; a los comentaristas y narradores
nacionales; a las madrinas, las mismas que daban besitos a los ciclistas
después de chupar trompa con nosotros, artistas del micrófono.
El Mono también tenía sus argumentos de
conquista con esa pinta de europeo que se mandaba y que varias veces nos
arrebató admiradoras listas para la rumba del viernes. Las fans –en ese tiempo siriríes–,
que nos frecuentaban en los estudios de Caracol, siempre preguntaban por ese
señor alto, blanco, serio, de pelo castaño claro y atlético y nosotros –como
fuerte competencia que era–, decíamos que era el fotógrafo personal del
gerente. Las damas, más inclinadas por las ilusiones, no nos creían y siempre
aseguraban que era el gerente. Bueno, la
comparación inicial no admitía dudas: poner a Luis H. Ledezma junto a Hemberth
Paz (el gerente de Caracol) era establecer una desproporcionada diferencia de
dos cuartas. Las damas, desde esos tiempos, ya determinaban la jerarquía por el
tamaño.
Más
acá, por los tiempos del terremoto de 1983, el Mono Ledezma, encaramado sobre los escombros de Popayán, tomó fotos
de la desgracia y comprobó que una ciudad linda había desaparecido para
siempre. Se ocupó en conservar ese Popayán de verdad, de murallas de adobe, de
aleros amplios, de portalones tallados, de
arabescos zaguanes, de arte no agredido, de olor a Colonia, en imágenes de
bromo y plata.
Hoy
tenemos esas fotografías del bello Popayán que se perdió. Al Mono le debemos esa memoria gráfica que
no nos deja mentir (como decían las abuelas) lo que fue ese pueblo, cuya
desgracia consistió en que sus hijos sobrevivientes se fueron a morir a
ciudades lejanas.
Aquí
se quedó el Mono, Luis H. Ledezma, y
con él media historia viva del siglo veinte.
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