Dicen
las malas lenguas que cuando a una persona le parecen más interesantes los
recuerdos que las ilusiones es porque ya está vieja. Gabriel García Márquez
decía que un hombre es viejo cuando empieza a parecerse al papá. Esto no lo voy
a discutir, al fin de cuentas cada uno tiene su propia percepción de esa edad
que algunos llaman dorada, otros, maravillosa y para los simples mortales,
vejez. Esa edad en que ya no se celebran cumpleaños; se hacen responsos. Lo
grave de la vejez es la pérdida de memoria, algo que muchos jóvenes ya no usan
y, por eso, cuando lleguen al final de su juventud no se acordarán que
existieron.
Para
ejercitar la memoria, es necesario el recuerdo de ese Popayán que
irremediablemente se fue y que hoy parece una pequeña urbe sin carácter, donde
lo típico dio paso a los remedos gringos –pizzas y hamburguesas que consumen
débiles obesos–; donde las empanadas de pipián se han reemplazado por las de
carne desmechada sin sabor; los tamales, por perros empacados en cartón; y el
champús, por una agua de colores metida en cajitas.
De la
navidad payanesa, con dulces caseros, hojaldras, rosquillas y buñuelos que
nosotros llamábamos plato de nochebuena,
queda una lejana referencia que hoy tratan de imitar los comerciantes modernos,
pero cuyo esfuerzo sólo alcanza para desprestigiar, ante la juventud, la
calidad de nuestra gastronomía.
Las
abuelas que preparaban los platos de nochebuena
ya se fueron sin retornar, y las generaciones que las sucedieron no
aprendieron. En esos tiempos se encargaba la leche de vaca, de finca, con dos
meses de anticipación por tinas, porque no había pichicatería. Alcanzaba para
todos. Se comenzaba en la primera semana de diciembre la desamargada de los
limones, de la naranja común y de la agria, de los pomelos; la calada de los
dulces de higuillo, de breva, de cidra, de papaya verde y ajíes dulces como
adorno. En la semana de la navidad se iniciaba la jornada desde por la mañana
calentando el fogón de leña con dos inmensas pailas de cobre llenas de leche,
con azúcar, harina de maíz y almidón de yuca para el manjar blanco; con leche,
panela, y harina de arroz para el manjarillo. Durante todo el día se hacían
turnos de batido en las pailas con cagüinga,
bajo un ceremonial de buen humor y delicadeza para que el dulce no se
cortara. Cuando esa mezcla lechosa, que alcanzaba el borde de la paila, se
reducía hasta la mitad, y ya la cagüinga
se desplazaba con oposición del dulce a punto de consistencia, terminaba la
faena.
El 24
de diciembre por la mañana comenzaba la última actividad placentera: en
gigantescas mesas se preparaba la harina de trigo y el almidón de yuca, con sus
ingredientes que, en fritanga descomunal, darían existencia a las rosquillas,
hojaldras y buñuelos. En la tarde comenzaba la repartición a los vecinos y
amigos que también mandaban su plato, en un feliz intercambio.
Hoy
queda el recuerdo; después, ni eso.
Las
valiosas tradiciones gastronómicas, así como vamos, serán reemplazadas por la
facilidad de los químicos y transgénicos.
Pero
lo uno por lo otro: también será fácil enfermarse de cáncer como les ocurre a
los gringos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario