Bien
dice el adagio popular que “las apariencias engañan”.
Esto a propósito de un
lejano recuerdo estudiantil, cuando promediábamos la carrera universitaria de
Ingeniería en Electrónica y Telecomunicaciones de la Universidad del Cauca.
En
esas deliciosas décadas del 70, tuvimos un breve viaje académico a la ciudad de
Cali para observar el funcionamiento de una fábrica de pantallas de televisión,
de rayos catódicos. En ese tiempo el plasma era una lejana teoría electrónica
de gases que sólo interesaba a la URSS y el LCD (Despliegue de Cristal Líquido)
una promesa del Japón, no formulada todavía.
Llegamos
y empezó nuestro deslumbramiento. La actividad era febril, de empleados y
científicos; a éstos los veíamos como a unas lumbreras del conocimiento,
difíciles de igualar.
En
ese entorno de ciencia y técnica, divisamos al fondo de la factoría, a un
ingeniero sentado en su escritorio, con las manos aferradas a su cabeza,
totalmente concentrado en un texto que tenía frente a sus ojos. La impresión
inicial nuestra, era que se trataba del máximo científico jefe que estaba
ahondando en una nueva teoría. Unos pocos estudiantes, curiosos ante la alta
ciencia, nos acercamos al ingeniero con el ánimo de saber lo que él estudiaba.
Grande fue nuestra sorpresa cuando vimos que, demasiado serio y ajeno a su
mundo, leía la revista de Condorito.
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