Definitivamente llegamos al laberinto de los trámites. A la burocracia española, le hemos agregado la burocracia gringa y ya tenemos un coctel de corte medieval, próximo al oscurantismo.
La burocracia española es complicada y testamentaria; la gringa es rígida e impersonal; de suerte que para cualquier trámite ciudadano, ahora tenemos que afrontar largas cadenas de filtros humanos que no resuelven nada y si estamos a las puertas de llegar ante quien toma las decisiones, nos remiten al Internet que es rígido y no admite réplica.
Me sucedió en el Centro Comercial Campanario.
Llegué con el propósito de obtener un permiso para instalar una mesa donde exhibir mis libros, en una de sus áreas comunes, durante tres días de realización del Festival Gastronómico, cuando llegan los turistas.
Me recibió un vigilante que, además de mirar potenciales rateros, tiene la misión de recepcionista. Le solicité hablar con alguien de la administración.
-¿A quién necesita?
-No conozco a nadie en particular. Quiero hablar con alguien de la administración.
-¿De parte de quién?
-De parte mía, de Víctor López.
Cogió el teléfono interno y me pasó a una dama.
-¿Qué se le ofrece?
-Quiero hablar con alguien de administración.
-Y, ¿de qué se trata?
-Excuse, pero me gustaría hablar en forma personal.
-Ya le mando a un promotor.
Bajó el promotor.
-Señor, lo que quiero es ver la posibilidad de que el Centro Comercial me facilite un espacio para la exhibición de mis libros…
-¡Ah! Eso es con Paola. Sígame.
Llegué donde Paola, encantadora ella como todas las italianas. Después de echar el mismo cuento, Paola me pidió un correo electrónico donde me haría llegar la oferta.
La propuesta, en bello formato PDF, me llegó esquemática sin ninguna alternativa personal como, “acérquese a nuestra oficina para ampliar detalles”, y me sentí importante porque el Centro Comercial Campanario me atribuye un volumen de ventas de libros próximo al de García Márquez. Me cobraron como si fuera un comerciante emergente.
Después solté una risa escandalosa porque, haciendo cuentas, si llegara a vender veinte libros a quince mil pesos cada uno (mi máxima aspiración entre los visitantes, porque los payaneses no compran) quedaría en deuda con el Centro Comercial, de manera que sería mucho más económico pararme a la entrada de Campanario y regalar esos mismos veinte libros para evitar las deudas que me aterran.
La burocracia gringa es efectiva porque impide hablar con la gerente quien, en últimas, decide y para plantearle humanamente que los escritores, que no tenemos conexiones políticas, estamos sujetos a la comprensión de personas que nos puedan apoyar en la difusión.
Después de lo sucedido, cobra vida una propuesta que planteamos con el escritor y amigo Hernán Bonilla Herrera: Contratar unas bellas patinadoras para que vendan nuestros libros en los semáforos. Así todos ganan, los escritores ganamos en difusión, la ciudadanía gana en espectáculo, paisaje y belleza, pero las señoritas se llevan las utilidades. ¡Qué mejor!