Tres meses
(Cuento)
Vuelvo a estar solo, con una mujer al lado.
Diana ha vencido una ausencia exagerada, aunque ella podría decir que fueron apenas tres meses. Las mujeres tienen una idea del tiempo que va con su necesidad de amar; nosotros, sólo tenemos tiempo de sufrir la ausencia de una linda cara, el dolor de no poder acariciar un cuerpo de ensoñación. Ahora, a mi lado, en posición ovillo de bebé, no erótica, Diana sueña con los brazos de otro hombre que ayer despidió en la Terminal Internacional; sus inconscientes movimientos la delatan. Me acarició con pasión fingida; también lo sé por sus lerdos movimientos calculados, como midiendo la distancia de mi indiferencia, como abarcando el tamaño de mi dolor.
Estoy solo, con una mujer al lado.
Ella está segura de mi amor; yo estoy sorprendido por su regreso. Cuando apareció anoche, en la puerta de mi apartamento, mi ánimo se trastocó en felicidad. Mi primera inferencia era que venía porque me amaba, que ya no se iría detrás de unas propuestas extravagantes, que yo era todo el amor que tenía. Mi felicidad abrió de par en par la puerta y ella entró como si apenas hubiera salido por unos cigarrillos. Se dirigió a la alcoba y se tumbó en mi lecho para dormir su cansancio. Tuve la precaución de quitarle los zapatos y cobijarla sobre su vestido. Ella extendió sus brazos claros hasta mi rostro y acarició mi cara y mi cabeza sin intentar un acercamiento; después esos brazos cayeron en torpes cascadas hasta la cama y se quedaron quietos. Hasta ahora no me ha hablado; durmió como duermen los niños después de beber el fluido materno.
Preparé la cena con la seguridad de que, en breve, despertaría hambrienta; no fue así, continuó durmiendo y abrazando las cobijas con el ímpetu aprendido en esos tres meses de ausencia. Volví a mi rutina diaria perturbada por el sueño de Diana; repasé mis asuntos elementales, prendí la televisión para ver las mismas caras que estaban de moda cuando ella se fue, para mirar los mismos comerciales que no dejan ver algo interesante; cerré las cortinas con la intención de que la noche se hiciera más negra y las luces artificiales brillaran como un tenue sol nocturno. En la cocina se gestaba la cena para dos; iba y revolvía los espaguetis y la salsa de tomate, separados, para luego unirlos en una pasta colorada. Vaciaba el tarro de té aromático en dos vasos de cristal hasta que se volvían oscuros como ojos de búho en mitad de la noche. Diana no despertó y tuve que cenar en soledad en la pequeña mesa de cuatro puestos, cuadrada, incrustada en un rincón que sólo permite el acceso a dos personas.
Me dispuse a leer una novela empezada al segundo mes de ausencia de la mujer que ahora se cobija en mi cama; pero no pude y me puse a pensar:
¿Qué haré cuando despierte? ¿Qué esperará de mí? ¿Seré capaz de soportar su olor ajeno? ¿Me suplicará que la ame? Cuando Diana se fue, hace tres meses, me prometió cambiar su vida, y la mía tirarla al olvido. Nosotros como pareja habíamos agotado las posibilidades de un matrimonio convencional. Yo cambié mis desordenadas costumbres de amante cuando dejé de llorar, y ella se perdió en el interminable laberinto del silencio. Durante ese tiempo me acostumbré a dormir en compañía de las mismas pesadillas, donde la muerte se volvía realidad todas las noches. Donde Diana era una lejana Andrómeda etérea y difusa que perdía sus facciones en aleatorios movimientos. También la certeza de la vida me empujó a vivir sin ella, sin esa evadida amante; martirizado por el recuerdo. Busqué en cada rostro de mujer el encanto perdido, la sinceridad de un furtivo amor, la incierta aventura; sólo encontré pedazos de compasión, ojos bellos cargados de codicia, dolores ajenos que acrecentaban los míos. No había ninguna mujer igual a Diana; no había otra mujer a quien pudiera amar igual. El amor no se encuentra en términos de dimensión, no se reparte por cantidad.
Iba a tirarme a la calle cuando volvió...
Ahora me asedian dudas y certidumbres; estoy en la mitad de un camino con diferentes bifurcaciones. Y ella está dormida. Estoy a su lado y empieza un nuevo amanecer. Descorro suavemente las cortinas para que la luz entre sin ofender. La ciudad es un concierto de ruidos que poco a poco se dibuja agobiante. No hay aves porque los árboles están lejos. Nada indica que empieza la vida, excepto los motores de combustión. Los primeros rayos de sol alcanzan el último rincón de mi cuarto y el rostro de Diana.
Despierta sobresaltada y anonadada por encontrarse vestida con la ropa de ayer. Se sienta en la cama y me ve como a un hombre cualquiera, o tal vez como a una pareja después de una discusión. Ninguno de los dos se atreve a hablar; estamos como dos extraños unidos por una tragedia.
-¿Quieres café? –pregunté inconsciente, sin saber que no había–.
Ella miró el apartamento como un descubrimiento y dijo:
-Ahora parece el cuarto de un hombre soltero-.
-Lo soy desde que te fuiste-.
Retiró la cobija que cubría su cuerpo, bajó sus pies al piso con un rápido movimiento y se sentó en el borde de la cama.
-Sé que te gusta el té; por favor, tráeme un poco de té-.
Mientras iba a la cocina, oí un tropiezo con mi revistero.
-Veo que has cambiado de costumbres, ahora tienes revistas cerca de la cama-, dijo Diana con un tono de sorpresa.
-Es una de mis compañías; la otra son los libros-.
Le serví el té. Me miró como auscultando una infidelidad y le sostuve la mirada como si ella fuera la intrusa.
-Gracias por recibirme, –dijo– sé que para ti es incómodo-.
-Puedes descansar todo lo que quieras; igual, es como si fuera tu casa-.
-Ya no lo es-.
-Tú lo quisiste así-.
Volvió el silencio con su carga de reproche. Ella, frente a la ventana, sorbía el té que tiraba al aire ese humo matinal de las ocho de la mañana. Afuera el sol quemaba los techos de las casas. Vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla derecha y caía en el vaso del té.
Empecé a tender la cama con el orden de los últimos tres meses; ella terminó el té y se dirigió a la cocina.
-No te pongas a lavar los trastes-, dije en tono autoritario.
-De alguna manera debo justificar mi regreso-, expresó con indiferencia.
Abrí las ventanas y entró un nuevo frío de otro amanecer de verano. Cuando di la vuelta, estaba parada frente a mí, con su ropa arrugada.
-¿Todavía me amas?-, preguntó, como una súplica.
Los caminos que se bifurcaban se redujeron a uno de vías opuestas. Estaba en el centro del dilema. De mi respuesta dependía volver a lo mismo o cambiar radicalmente el destino de los dos. Si una mujer se va, lo más seguro es que no vuelva; cuando vuelve, es porque ha sufrido el rechazo del amor incierto. Para amar se necesitan dos y el rechazo es contundente certeza de que sólo hay uno que ama. Cuando la vi anoche en la puerta de mi apartamento, la sorpresa me llevó al fugaz recuerdo de un amor que había disfrutado hacía algún tiempo. Luego, las cavilaciones de la noche, el silencio de un ser vivo que se me hacía extraño, terminaron por enterrar un dolor que había traspasado mi cuerpo y agotado mi voluntad.
-Hace tres meses dejé de amarte-, dije, mintiendo en términos de tiempo.
No habló más. Tomó su cartera con parsimoniosa lentitud, utilizando todo el tiempo para darme una oportunidad de rectificar; caminó despacio hacia la puerta de salida y volteó para decir lo que siempre dicen las mujeres en la última instancia:
-¿Me perdonas?-.
-No hay nada qué perdonar-.
Abrió la puerta y el sol lastimó nuestras pupilas. Afuera, ardía el verano sobre las calles repletas de transeúntes.
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