domingo, 22 de agosto de 2010

Johann Rodríguez Bravo (Relato).

El texto que sigue es un homenaje a quien fuera una joven promesa de la literatura nacional. Lo admiro por su calidad narrativa; fue cercano en la vecindad y lejano por generación. Si hoy viviera, tendría la misma edad de mi hijo, que también es artista.

Johann Rodríguez Bravo
(Relato)

“La muerte es tan natural como la vida”.

Me sorprende oírme decir esto a mi edad, cuando he conseguido ordenar las ideas acumuladas en mis veinticuatro años de vida. Los amigos de mi generación viven frenéticamente, cogen el tiempo de reflexionar y lo utilizan para divertirse; yo gozo en eludir las rumbas programadas, la trasnochada y el ron.  Cuando los amigos me incitan a la juerga salgo mal librado, la embriaguez, la falta de sueño, se prolongan todo el día en compañía de un oscilante dolor de cabeza.

Alguna vez medité sobre las personas hiperactivas que no desperdician la oportunidad de disfrutar cualquier evento, que hacen gala de un excelente humor, que viven sin preocuparse por morir.  Esta cavilación me indujo a esbozar una teoría: quienes viven intensamente, mueren jóvenes. Es como una constante, como si supieran que su vida es breve y, por tanto, se empeñaran en disfrutar al máximo el tiempo concedido en permanecer entre los vivos.

Me asusta que haya recorrido una senda meritoria en tan corto tiempo.  Tengo vivos los recuerdos de mi niñez como si se hubieran forjado ayer, indelebles momentos en persistente reiteración; los amigos y los profesores del Seminario Menor aún siguen su rutina, como si sus juegos y sus deberes se hubieran prolongado hasta mi barrio; barrio de casas ordenadas, calles amplias y gentes con historia, con antejardines ficticios que le dieron un nombre errado: Ciudad Jardín.  Con rapidez crucé la secundaria y, llegado el momento de la definición, opté por la Economía, como una salida fácil a mi verdadera vocación.  Mis padres, al verme graduado con honores, expresaban su público orgullo; a partir de este acontecimiento me sentí libre de su influencia para reorientar mis sueños y se dio lo que había anhelado, llegué al arte con el ímpetu del artesano y la autoridad del artista.  Empecé a escribir con método todas las vivencias acumuladas en tan breve trasegar.  Frecuenté los amigos con iguales intereses y, en poco tiempo, fundé, con mi permanente cómplice de odiseas inalcanzables, una revista literaria (Mandrágora, para que sepan). Los talleres, montajes de pensamientos sobre frases, me sembraron esa inquietud de producir textos sin descanso.  Viajé a Estados Unidos, escenario neutral de los latinos, para conocer a Miguel de Unamuno y su novela “Niebla”; también creía que Unamuno estaba vivo porque confundí su vida con su obra; eso les pasa a los artistas.  Para emular al sublime Quijote, escribí una novela que se quedó engavetada en el último rincón de las polillas: “Los sueños de Johny”.  Y escribí y escribí, con el torrente avasallador de una juventud perenne.

De inquieto narrador, con escasos años a cuestas, llegué a Buenos Aires, donde perfeccioné mis instrumentos de creación. Una maestría en literatura latinoamericana fue el pretexto, y conocí el amor; estaba cerca de mi pupitre con figura de mujer y aureola inglesa.  Era fácil hablar el mismo idioma de la literatura en composiciones dramáticas de Shakespeare y en poemas de García Lorca; Amy, una norteamericana del Estado de  Indiana, amaba igual en los dos idiomas; yo la amé por encima de toda manifestación artística.  El amor es único.  Estaba en el comienzo de una trayectoria incierta que conduciría a la gloria y Amy sería el inmejorable socio en esta aventura que se hacía alucinante y completa.  Los intereses eran mutuos, nuestros ideales, compartidos; ella era el impulso necesario que me hacía delirar con una historia de letras bien escrita. Buenos Aires fue el escenario de nuestros primeros sueños; allí estaba, con su baranda de protección, La Costanera junto el limoso río de La Plata a medio metro de nuestros cuerpos, bordeado de una larga vía que para nosotros era corta cuando hablábamos de Jorge Luis Borges y sus narraciones fantásticas; más corta aún, cuando desgranábamos proyectos en el arte y en el amor.  Algo tiene de premonitorio, pero le dije a Amy que tenía que conocer a Popayán, la ciudad que me había prestado su cuna, de la que me oía hablar tanto que ya era parte de su geografía.  Sólo me dijo: “quiero conocer todo lo que tú amas”, y yo le dije que esta sería la oportunidad única de conocer una pequeña ciudad adornada con el buen gusto europeo del siglo XVIII, bella como una elegía de Neruda, aunque de aureola plena de niebla.

Ya he llegado a los veinticinco años de edad sin darme cuenta; y me acompaña el comienzo del tercer milenio.  Estoy feliz con Amy. Mis narraciones se han acumulado después de intempestivos y algunos programados frenesís creadores.  Mis amigos escritores, que están desbrozando su camino, me observan con sincero asentimiento; entre los jóvenes hay un mutuo respeto por la obra del otro, no hay espacio para la envidia cuando el talento es de todos.  Escribí “Ciudad de niebla”, una novela que quiere retratar a la juventud heredera de los primeros tres cuartos del siglo XX.  Mi vida está llena de cuentos, algunos de los cuales se agrupan en un tomo solitario llamado “Aquella vida de mago y otros relatos”, y hay más que para qué digo; ahora duermen el sueño anónimo.

Aquí en mi ciudad, en mi barrio, con mi gallada, me siento resguardado y me da por preguntar al destino: “¿Cómo conocer la hora en que resbalaremos o daremos un traspié?”.  El temor me vuelve trascendental.  Me conforta saber que es imposible la muerte en plena juventud.  “No sé con seguridad qué siento frente a la muerte, sé que me rodea, que ronda por el mundo como un ciego encolerizado con una espada entre la gente, cae el que le toca o el que estaba parado donde no tenía que estar, que viene a ser lo mismo”.

Me vuelve ese malestar de náusea.  Es imposible escribir así, con el cerebro ocupado en mitigar el próximo vómito, y salgo en breves caminatas por mi ciudad añeja para compensar al cuerpo. Mi tía me dijo que estaba muy gordo y me sentí feliz por la observación, sin saber que entrañaba una advertencia; como los médicos cuando recomiendan bajar las harinas y las grasas que ya no reducen la obesidad adquirida.  Amy dice que me quiere como soy, pero veo que se preocupa por mi vida quieta, de escritor sin tiempo.  Para despreocuparla, empiezo una saludable actividad: dejo de escribir y comienzo mis primeras rutinas físicas para sacudir mi cuerpo prematuramente cobijado por la inercia.

Me impulsaba la fortaleza de ir tras mi primer reconocimiento público literario, comienzo de una indefinida ruta entregada al arte; el mundo se me hacía una ancha pasarela donde mi palabra transitaba libre por entre asombrados lectores.

Pero todo cambió.

Sólo sentí un golpe fuerte en mi cabeza antes de saber que iba en una ambulancia para Cali, canalizadas mis venas, rodeado de enfermeros y de tubos de oxígeno.  Confieso que no tenía miedo sino sorpresa, era como haber saltado de una película truncada a otra con argumento diferente. Pensaba en Amy y en los amigos y los familiares desdibujándose en la niebla que había creado en mi novela.   

Y aquí termina mi vida; justo cuando conocí el amor, cuando las insondables sensaciones nos recrean en un oasis de felicidad. Cuando el placer es preámbulo de nuestra sucesión eterna, me llega la hora final.  Cancelé la escritura a los veinticinco años, por el ataque de la espada del ciego encolerizado que me llevó a la postración definitiva.

Dejo mi legado, a quien se atreva, breve como la juventud, intenso como mi vida.

3 comentarios:

Hector Bladimir Paz Benavides dijo...

Sencillamente, excelente

Víctor López Erazo dijo...

Gracias. Es demasiada injusticia que un hombre con talento nos abandone tan joven.

VLE

Anónimo dijo...

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