Alguien, muy inteligente, preguntaba por qué las personas capaces no se postulan para elecciones a cargos públicos, aquí en Popayán, el Cauca, Colombia y municipios intermedios. La respuesta, elaborada por un sanedrín de desocupados –donde me incluí–, apareció después de extenuantes raciocinios que nos hizo odiar la disciplina mental: Porque los gobernantes deben ser imbéciles; sólo así ganan elecciones ante un pueblo estulto. La imbecilidad les viene encima, como candidatos, para prometer lo imposible; para cambiar y seguir igual; para arreglar lo que nadie arregla; para progresar en un conglomerado conservador, cuya fiel característica es la inercia; para mejorar un sistema de vida que nadie está interesado en modificar; para destrozar lo natural y exaltar lo artificial como prerrequisito de la modernidad; para engañar a un pueblo ávido de engaños.
Veamos:
Los transportadores quieren que las rutas de buses y colectivos sigan igual, así congestionen y deterioren la ciudad; que se siga cobrando lo mismo (con aumento anual) y en la misma forma, con plata contante y sonante. Esto genera caos y a veces tragedias por la tal “guerra del centavo” y los atracos al final de la jornada. No están interesados en invertir para progresar, y eso que es un postulado capitalista. Nada de tarjetas prepago, ni sistema computarizado de tarifas; nada de paraderos ordenados, ni de transporte tipo tranvía que se impulsa por corriente directa, que no es contaminante, ni ruidoso, como se observa en las pequeñas ciudades europeas. Hablar de estos hipotéticos avances a los transportadores es como citar a Mozart en un festival vallenato.
Los comerciantes de las galerías (que no son los campesinos cultivadores), no quieren que los reubiquen; como los políticos, tienen sus clientes cautivos. Ellos están felices –desde hace cuarenta años– rodeados de basuras, podredumbre, desaseo, delincuentes, rateros, ratas, orates con sarnas y sin sarnas, mujeres de buena y dudosa reputación, desorden, contaminación de los ríos (como en el Barrio Bolívar) que ni los gallinazos alcanzan a limpiar; aposentados en un lugar que necesita un cambio radical –no como lo pregona Vargas Lleras, ¡líbrenos señor del desbarrancadero!–; explayados en mitad del progreso que no es otra cosa que orden y cultura. Bueno, hablar de cultura frente a unas señoras revendedoras lengüilargas, frente a vendedores de específicos de cantadito paisa, coteros y carretilleros, es tan osado como inútil; es como pararse en el cráter del volcán Galeras y gritar: ¡No jodás más, ve! Queda el consuelo lejano de que así era San Victorino, en Bogotá, –como la galería del Barrio Bolívar– y hoy es un sitio ganado para la recreación peatonal.
Los ingenieros y economistas, que proponen planes de desarrollo que más bien parecen máquinas del tiempo en retroceso. Les han metido en la cabeza la tal globalización, que no es otra cosa que un subterfugio para posar de modernos. Aclaremos: la globalización sólo favorece a las empresas transnacionales en detrimento del poder del Estado en nuestros países. Bueno, no me extiendo por aquí porque podría correr el riesgo de hacerme entender en una materia muy fácil. Si me refiero a los planes de desarrollo, que ahora exhiben nombres pomposos y descrestadores, es porque no han consultado el verdadero potencial del departamento del Cauca: La biodiversidad, los recursos naturales, el agua. El verdadero desarrollo de un país no se mide por el número de fábricas, ni por la cantidad de materia prima transformada, se mide por la calidad de vida de sus ciudadanos, por la calidad de los servicios públicos, por el bienestar común, por la utilización del agua y los minerales sin agredir al medio ambiente que los produce. Tenemos un potencial hacia el futuro que debemos proteger. Éste, y no otro, debe ser el punto de partida para un plan de desarrollo del Cauca.
Hacer entender estas consideraciones, hacer un cambio de mentalidad, no es labor de un candidato y de un gobernante, menos. Por eso los desocupados –que tienen ese poder de persuasión– no son elegidos, y mejor que así sea; ellos integran las academias, las organizaciones comunitarias y hasta las ecológicas, de poder político nulo. Los gobernantes olvidan tanto a éstos como a sus gobernados, de ahí su fracaso.
Con el paso de los años queda el registro tardío de buenas intenciones, como pasó con la carretera Barranquilla-Santa Marta que, oportunamente advirtieron los ecólogos, podría destruir la Ciénaga Grande de Santa Marta si se cortaba la comunicación con el mar. El flamante ministro Hugo Escobar Sierra, costeño progresista –léase godo– y político de la nefasta era de Belisario Betancourt, descalificó la recomendación con el argumento de que la ecología no era una profesión. Hoy observamos con tristeza, a lo largo de treinta kilómetros de esa vía, un paisaje lunar de manglares muertos. ¡Ah! Pero importamos camarones que antes recogíamos silvestres, en canastos, en la Gran Ciénaga.
¿Acaso tenía razón Winston Churchill cuando dijo, “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”? Debe ser así porque, en Colombia, cuando aparece un estadista, lo matan.