domingo, 29 de agosto de 2010

¡Ya vienen las elecciones!

Alguien, muy inteligente, preguntaba por qué las personas capaces no se postulan para elecciones a cargos públicos, aquí en Popayán, el Cauca, Colombia y municipios intermedios. La respuesta, elaborada por un sanedrín de desocupados –donde me incluí–, apareció después de extenuantes raciocinios que nos hizo odiar la disciplina mental: Porque los gobernantes deben ser imbéciles; sólo así ganan elecciones ante un pueblo estulto. La imbecilidad les viene encima, como candidatos, para prometer lo imposible; para cambiar y seguir igual; para arreglar lo que nadie arregla; para progresar en un conglomerado conservador, cuya fiel característica es la inercia; para mejorar un sistema de vida que nadie está interesado en modificar; para destrozar lo natural y exaltar lo artificial como prerrequisito de la modernidad; para engañar a un pueblo ávido de engaños.

Veamos:

Los transportadores quieren que las rutas de buses y colectivos sigan igual, así congestionen y deterioren la ciudad; que se siga cobrando lo mismo (con aumento anual) y en la misma forma, con plata contante y sonante. Esto genera caos y a veces tragedias por la tal “guerra del centavo” y los atracos al final de la jornada. No están interesados en invertir para progresar, y eso que es un postulado capitalista. Nada de tarjetas prepago, ni sistema computarizado de tarifas; nada de paraderos ordenados, ni de transporte tipo tranvía que se impulsa por corriente directa, que no es contaminante, ni ruidoso, como se observa en las pequeñas ciudades europeas. Hablar de estos hipotéticos avances a los transportadores es como citar a Mozart en un festival vallenato.

Los comerciantes de las galerías (que no son los campesinos cultivadores), no quieren que los reubiquen; como los políticos, tienen sus clientes cautivos. Ellos están felices –desde hace cuarenta años– rodeados de basuras, podredumbre, desaseo, delincuentes, rateros, ratas, orates con sarnas y sin sarnas, mujeres de buena y dudosa reputación, desorden, contaminación de los ríos (como en el Barrio Bolívar) que ni los gallinazos alcanzan a limpiar; aposentados en un lugar que necesita un cambio radical –no como lo pregona Vargas Lleras, ¡líbrenos señor del desbarrancadero!–; explayados en mitad del progreso que no es otra cosa que orden y cultura. Bueno, hablar de cultura frente a unas señoras revendedoras lengüilargas, frente a vendedores de específicos de cantadito paisa, coteros y carretilleros, es tan osado como inútil; es como pararse en el cráter del volcán Galeras y gritar: ¡No jodás más, ve! Queda el consuelo lejano de que así era San Victorino, en Bogotá, –como la galería del Barrio Bolívar– y hoy es un sitio ganado para la recreación peatonal.

Los ingenieros y economistas, que proponen planes de desarrollo que más bien parecen máquinas del tiempo en retroceso. Les han metido en la cabeza la tal globalización, que no es otra cosa que un subterfugio para posar de modernos. Aclaremos: la globalización sólo favorece a las empresas transnacionales en detrimento del poder del Estado en nuestros países. Bueno, no me extiendo por aquí porque podría correr el riesgo de hacerme entender en una materia muy fácil. Si me refiero a los planes de desarrollo, que ahora exhiben nombres pomposos y descrestadores, es porque no han consultado el verdadero potencial del departamento del Cauca: La biodiversidad, los recursos naturales, el agua. El verdadero desarrollo de un país no se mide por el número de fábricas, ni por la cantidad de materia prima transformada, se mide por la calidad de vida de sus ciudadanos, por la calidad de los servicios públicos, por el bienestar común, por la utilización del agua y los minerales sin agredir al medio ambiente que los produce. Tenemos un potencial hacia el futuro que debemos proteger. Éste, y no otro, debe ser el punto de partida para un plan de desarrollo del Cauca.
Hacer entender estas consideraciones, hacer un cambio de mentalidad, no es labor de un candidato y de un gobernante, menos. Por eso los desocupados –que tienen ese poder de persuasión– no son elegidos, y mejor que así sea; ellos integran las academias, las organizaciones comunitarias y hasta las ecológicas, de poder político nulo. Los gobernantes olvidan tanto a éstos como a sus gobernados, de ahí su fracaso.

Con el paso de los años queda el registro tardío de buenas intenciones, como pasó con la carretera Barranquilla-Santa Marta que, oportunamente advirtieron los ecólogos, podría destruir la Ciénaga Grande de Santa Marta si se cortaba la comunicación con el mar. El flamante ministro Hugo Escobar Sierra, costeño progresista –léase godo– y político de la nefasta era de Belisario Betancourt, descalificó la recomendación con el argumento de que la ecología no era una profesión. Hoy observamos con tristeza, a lo largo de treinta kilómetros de esa vía, un paisaje lunar de manglares muertos. ¡Ah! Pero importamos camarones que antes recogíamos silvestres, en canastos, en la Gran Ciénaga.

¿Acaso tenía razón Winston Churchill cuando dijo, “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”? Debe ser así porque, en Colombia, cuando aparece un estadista, lo matan.

sábado, 28 de agosto de 2010

El muro de las lamentaciones.

Un turista despistado –seguro antisemita en medio de judíos– fue de visita a Jerusalén y en el camino detuvo a un ciudadano:
-Por favor, ¿me puede indicar donde queda El Muro de las Lamentaciones?
-¡Ah! Las oficinas de hacienda, están por ahí...

domingo, 22 de agosto de 2010

Johann Rodríguez Bravo (Relato).

El texto que sigue es un homenaje a quien fuera una joven promesa de la literatura nacional. Lo admiro por su calidad narrativa; fue cercano en la vecindad y lejano por generación. Si hoy viviera, tendría la misma edad de mi hijo, que también es artista.

Johann Rodríguez Bravo
(Relato)

“La muerte es tan natural como la vida”.

Me sorprende oírme decir esto a mi edad, cuando he conseguido ordenar las ideas acumuladas en mis veinticuatro años de vida. Los amigos de mi generación viven frenéticamente, cogen el tiempo de reflexionar y lo utilizan para divertirse; yo gozo en eludir las rumbas programadas, la trasnochada y el ron.  Cuando los amigos me incitan a la juerga salgo mal librado, la embriaguez, la falta de sueño, se prolongan todo el día en compañía de un oscilante dolor de cabeza.

Alguna vez medité sobre las personas hiperactivas que no desperdician la oportunidad de disfrutar cualquier evento, que hacen gala de un excelente humor, que viven sin preocuparse por morir.  Esta cavilación me indujo a esbozar una teoría: quienes viven intensamente, mueren jóvenes. Es como una constante, como si supieran que su vida es breve y, por tanto, se empeñaran en disfrutar al máximo el tiempo concedido en permanecer entre los vivos.

Me asusta que haya recorrido una senda meritoria en tan corto tiempo.  Tengo vivos los recuerdos de mi niñez como si se hubieran forjado ayer, indelebles momentos en persistente reiteración; los amigos y los profesores del Seminario Menor aún siguen su rutina, como si sus juegos y sus deberes se hubieran prolongado hasta mi barrio; barrio de casas ordenadas, calles amplias y gentes con historia, con antejardines ficticios que le dieron un nombre errado: Ciudad Jardín.  Con rapidez crucé la secundaria y, llegado el momento de la definición, opté por la Economía, como una salida fácil a mi verdadera vocación.  Mis padres, al verme graduado con honores, expresaban su público orgullo; a partir de este acontecimiento me sentí libre de su influencia para reorientar mis sueños y se dio lo que había anhelado, llegué al arte con el ímpetu del artesano y la autoridad del artista.  Empecé a escribir con método todas las vivencias acumuladas en tan breve trasegar.  Frecuenté los amigos con iguales intereses y, en poco tiempo, fundé, con mi permanente cómplice de odiseas inalcanzables, una revista literaria (Mandrágora, para que sepan). Los talleres, montajes de pensamientos sobre frases, me sembraron esa inquietud de producir textos sin descanso.  Viajé a Estados Unidos, escenario neutral de los latinos, para conocer a Miguel de Unamuno y su novela “Niebla”; también creía que Unamuno estaba vivo porque confundí su vida con su obra; eso les pasa a los artistas.  Para emular al sublime Quijote, escribí una novela que se quedó engavetada en el último rincón de las polillas: “Los sueños de Johny”.  Y escribí y escribí, con el torrente avasallador de una juventud perenne.

De inquieto narrador, con escasos años a cuestas, llegué a Buenos Aires, donde perfeccioné mis instrumentos de creación. Una maestría en literatura latinoamericana fue el pretexto, y conocí el amor; estaba cerca de mi pupitre con figura de mujer y aureola inglesa.  Era fácil hablar el mismo idioma de la literatura en composiciones dramáticas de Shakespeare y en poemas de García Lorca; Amy, una norteamericana del Estado de  Indiana, amaba igual en los dos idiomas; yo la amé por encima de toda manifestación artística.  El amor es único.  Estaba en el comienzo de una trayectoria incierta que conduciría a la gloria y Amy sería el inmejorable socio en esta aventura que se hacía alucinante y completa.  Los intereses eran mutuos, nuestros ideales, compartidos; ella era el impulso necesario que me hacía delirar con una historia de letras bien escrita. Buenos Aires fue el escenario de nuestros primeros sueños; allí estaba, con su baranda de protección, La Costanera junto el limoso río de La Plata a medio metro de nuestros cuerpos, bordeado de una larga vía que para nosotros era corta cuando hablábamos de Jorge Luis Borges y sus narraciones fantásticas; más corta aún, cuando desgranábamos proyectos en el arte y en el amor.  Algo tiene de premonitorio, pero le dije a Amy que tenía que conocer a Popayán, la ciudad que me había prestado su cuna, de la que me oía hablar tanto que ya era parte de su geografía.  Sólo me dijo: “quiero conocer todo lo que tú amas”, y yo le dije que esta sería la oportunidad única de conocer una pequeña ciudad adornada con el buen gusto europeo del siglo XVIII, bella como una elegía de Neruda, aunque de aureola plena de niebla.

Ya he llegado a los veinticinco años de edad sin darme cuenta; y me acompaña el comienzo del tercer milenio.  Estoy feliz con Amy. Mis narraciones se han acumulado después de intempestivos y algunos programados frenesís creadores.  Mis amigos escritores, que están desbrozando su camino, me observan con sincero asentimiento; entre los jóvenes hay un mutuo respeto por la obra del otro, no hay espacio para la envidia cuando el talento es de todos.  Escribí “Ciudad de niebla”, una novela que quiere retratar a la juventud heredera de los primeros tres cuartos del siglo XX.  Mi vida está llena de cuentos, algunos de los cuales se agrupan en un tomo solitario llamado “Aquella vida de mago y otros relatos”, y hay más que para qué digo; ahora duermen el sueño anónimo.

Aquí en mi ciudad, en mi barrio, con mi gallada, me siento resguardado y me da por preguntar al destino: “¿Cómo conocer la hora en que resbalaremos o daremos un traspié?”.  El temor me vuelve trascendental.  Me conforta saber que es imposible la muerte en plena juventud.  “No sé con seguridad qué siento frente a la muerte, sé que me rodea, que ronda por el mundo como un ciego encolerizado con una espada entre la gente, cae el que le toca o el que estaba parado donde no tenía que estar, que viene a ser lo mismo”.

Me vuelve ese malestar de náusea.  Es imposible escribir así, con el cerebro ocupado en mitigar el próximo vómito, y salgo en breves caminatas por mi ciudad añeja para compensar al cuerpo. Mi tía me dijo que estaba muy gordo y me sentí feliz por la observación, sin saber que entrañaba una advertencia; como los médicos cuando recomiendan bajar las harinas y las grasas que ya no reducen la obesidad adquirida.  Amy dice que me quiere como soy, pero veo que se preocupa por mi vida quieta, de escritor sin tiempo.  Para despreocuparla, empiezo una saludable actividad: dejo de escribir y comienzo mis primeras rutinas físicas para sacudir mi cuerpo prematuramente cobijado por la inercia.

Me impulsaba la fortaleza de ir tras mi primer reconocimiento público literario, comienzo de una indefinida ruta entregada al arte; el mundo se me hacía una ancha pasarela donde mi palabra transitaba libre por entre asombrados lectores.

Pero todo cambió.

Sólo sentí un golpe fuerte en mi cabeza antes de saber que iba en una ambulancia para Cali, canalizadas mis venas, rodeado de enfermeros y de tubos de oxígeno.  Confieso que no tenía miedo sino sorpresa, era como haber saltado de una película truncada a otra con argumento diferente. Pensaba en Amy y en los amigos y los familiares desdibujándose en la niebla que había creado en mi novela.   

Y aquí termina mi vida; justo cuando conocí el amor, cuando las insondables sensaciones nos recrean en un oasis de felicidad. Cuando el placer es preámbulo de nuestra sucesión eterna, me llega la hora final.  Cancelé la escritura a los veinticinco años, por el ataque de la espada del ciego encolerizado que me llevó a la postración definitiva.

Dejo mi legado, a quien se atreva, breve como la juventud, intenso como mi vida.

jueves, 19 de agosto de 2010

Seguridad en Popayán.

Hace unos meses, en horas de la tarde, fue abordado por dos delincuentes un señor de respetable edad. La intención era atracarlo y despojarlo de un valioso reloj de leontina. Los vecinos, que observaron las acciones, llamaron de prisa al CAI (Centro de Atención Inmediata) de la policía, que quedaba a tres cuadras de distancia. La desanimada respuesta de los agentes del orden fue:
-No podemos ir, porque no podemos dejar el CAI solo.

martes, 17 de agosto de 2010

Cuestión de régimen.

En épocas pretéritas de Colombia –recientemente pretéritas- un ciudadano decidió embarcarse para el extranjero con familia y todo, incluido el labrador mascota.
El agente de inmigración lo interrogó sospechoso:
-¿El señor no está contento en nuestro país?-.
-No me puedo quejar-.
-¿No está contento con la salud que aquí se da?-.
-No me puedo quejar-.
-¿No le parece buena la educación para sus hijos?-.
-No me puedo quejar-.
-Entonces, ¿por qué diablos se va para Suecia?-.
-Porque allá sí me puedo quejar, y me escuchan-.

lunes, 16 de agosto de 2010

Consejo judío:

“Si quieres hacer una pequeña fortuna en Israel, basta con que traigas una gran fortuna”.

sábado, 7 de agosto de 2010

Tres meses (Cuento).

Tres meses
(Cuento)

Vuelvo a estar solo, con una mujer al lado.

Diana ha vencido una ausencia exagerada, aunque ella podría decir que fueron apenas tres meses.  Las mujeres tienen una idea del tiempo que va con su necesidad de amar; nosotros, sólo tenemos tiempo de sufrir la ausencia de una linda cara, el dolor de no poder acariciar un cuerpo de ensoñación.  Ahora, a mi lado, en posición ovillo de bebé, no erótica, Diana sueña con los brazos de otro hombre que ayer despidió en la Terminal Internacional; sus inconscientes movimientos la delatan. Me acarició con pasión fingida; también lo sé por sus lerdos movimientos calculados, como midiendo la distancia de mi indiferencia, como abarcando el tamaño de mi dolor.

Estoy solo, con una mujer al lado.

Ella está segura de mi amor; yo estoy sorprendido por su regreso. Cuando apareció anoche, en la puerta de mi apartamento, mi ánimo se trastocó en felicidad.  Mi primera inferencia era que venía porque me amaba, que ya no se iría detrás de unas propuestas extravagantes, que yo era todo el amor que tenía.  Mi felicidad abrió de par en par la puerta y ella entró como si apenas hubiera salido por unos cigarrillos.  Se dirigió a la alcoba y se tumbó en mi lecho para dormir su cansancio.  Tuve la precaución de quitarle los zapatos y cobijarla sobre su vestido.  Ella extendió sus brazos claros hasta mi rostro y acarició mi cara y mi cabeza sin intentar un acercamiento; después esos brazos cayeron en torpes cascadas hasta la cama y se quedaron quietos.  Hasta ahora no me ha hablado; durmió como duermen los niños después de beber el fluido materno.
Preparé la cena con la seguridad de que, en breve, despertaría hambrienta; no fue así, continuó durmiendo y abrazando las cobijas con el ímpetu aprendido en esos tres meses de ausencia.  Volví a mi rutina diaria perturbada por el sueño de Diana; repasé mis asuntos elementales, prendí la televisión para ver las mismas caras que estaban de moda cuando ella se fue, para mirar los mismos comerciales que no dejan ver algo interesante; cerré las cortinas con la intención de que la noche se hiciera más negra y las luces artificiales brillaran como un tenue sol nocturno.  En la cocina se gestaba la cena para dos; iba y revolvía los espaguetis y la salsa de tomate, separados, para luego unirlos en una pasta colorada. Vaciaba el tarro de té aromático en dos vasos de cristal hasta que se volvían oscuros como ojos de búho en mitad de la noche. Diana no despertó y tuve que cenar en soledad en la pequeña mesa de cuatro puestos, cuadrada, incrustada en un rincón que sólo permite el acceso a dos personas.
Me dispuse a leer una novela empezada al segundo mes de ausencia de la mujer que ahora se cobija en mi cama; pero no pude y me puse a pensar:
¿Qué haré cuando despierte? ¿Qué esperará de mí? ¿Seré capaz de soportar su olor ajeno? ¿Me suplicará que la ame? Cuando Diana se fue, hace tres meses, me prometió cambiar su vida, y la mía tirarla al olvido.  Nosotros como pareja habíamos agotado las posibilidades de un matrimonio convencional.  Yo cambié mis desordenadas costumbres de amante cuando dejé de llorar, y ella se perdió en el interminable laberinto del silencio.  Durante ese tiempo me acostumbré a dormir en compañía de las mismas pesadillas, donde la muerte se volvía realidad todas las noches. Donde Diana era una lejana Andrómeda etérea y difusa que perdía sus facciones en aleatorios movimientos.  También la certeza de la vida me empujó a vivir sin ella, sin esa evadida amante; martirizado por el recuerdo.  Busqué en cada rostro de mujer el encanto perdido, la sinceridad de un furtivo amor, la incierta aventura; sólo encontré pedazos de compasión, ojos bellos cargados de codicia, dolores ajenos que acrecentaban los míos. No había ninguna mujer igual a Diana; no había otra mujer a quien pudiera amar igual. El amor no se encuentra en  términos de dimensión, no se reparte por cantidad.

Iba a tirarme a la calle cuando volvió...

Ahora me asedian dudas y certidumbres; estoy en la mitad de un camino con diferentes bifurcaciones.  Y ella está dormida.  Estoy a su lado y empieza un nuevo amanecer.  Descorro suavemente las cortinas para que la luz entre sin ofender.  La ciudad es un concierto de ruidos que poco a poco se dibuja agobiante.  No hay aves porque los árboles están lejos.  Nada indica que empieza la vida, excepto los motores de combustión.  Los primeros rayos de sol alcanzan el último rincón de mi cuarto y el rostro de Diana.

Despierta sobresaltada y anonadada por encontrarse vestida con la ropa de ayer. Se sienta en la cama y me ve como a un hombre cualquiera, o tal vez como a una pareja después de una discusión. Ninguno de los dos se atreve a hablar; estamos como dos extraños unidos por una tragedia.
-¿Quieres café? –pregunté inconsciente, sin saber que no había–.
Ella miró el apartamento como un descubrimiento y dijo:
-Ahora parece el cuarto de un hombre soltero-.
-Lo soy desde que te fuiste-.
Retiró la cobija que cubría su cuerpo, bajó sus pies al piso con un rápido movimiento y se sentó en el borde de la cama.
-Sé que te gusta el té; por favor, tráeme un poco de té-.
Mientras iba a la cocina, oí un tropiezo con mi revistero.
-Veo que has cambiado de costumbres, ahora tienes revistas cerca de la cama-, dijo Diana con un tono de sorpresa.
-Es una de mis compañías; la otra son los libros-.
Le serví el té. Me miró como auscultando una infidelidad y le sostuve la mirada como si ella fuera la intrusa.
-Gracias por recibirme, –dijo– sé que para ti es incómodo-.
-Puedes descansar todo lo que quieras; igual, es como si fuera tu casa-.
-Ya no lo es-.
-Tú lo quisiste así-.
 Volvió el silencio con su carga de reproche. Ella, frente a la ventana, sorbía el té que tiraba al aire ese humo matinal de las ocho de la mañana.  Afuera el sol quemaba los techos de las casas. Vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla derecha y caía en el vaso del té.
Empecé a tender la cama con el orden de los últimos tres meses; ella terminó el té y se dirigió a la cocina.
-No te pongas a lavar los trastes-, dije en tono autoritario.
-De alguna manera debo justificar mi regreso-, expresó con indiferencia.
Abrí las ventanas y entró un nuevo frío de otro amanecer de verano.  Cuando di la vuelta, estaba parada frente a mí, con su ropa arrugada.
-¿Todavía me amas?-, preguntó, como una súplica.
Los caminos que se bifurcaban se redujeron a uno de vías opuestas. Estaba en el centro del dilema. De mi respuesta dependía volver a lo mismo o cambiar radicalmente el destino de los dos. Si una mujer se va, lo más seguro es que no vuelva; cuando vuelve, es porque ha sufrido el rechazo del amor incierto. Para amar se necesitan dos y el rechazo es contundente certeza de que sólo hay uno que ama.  Cuando la vi anoche en la puerta de mi apartamento, la sorpresa me llevó al fugaz recuerdo de un amor que había disfrutado hacía algún tiempo.  Luego, las cavilaciones de la noche, el silencio de un ser vivo que se me hacía extraño, terminaron por enterrar un dolor que había traspasado mi cuerpo y agotado mi voluntad.
-Hace tres meses dejé de amarte-, dije, mintiendo en términos de tiempo.
No habló más.  Tomó su cartera con parsimoniosa lentitud, utilizando todo el tiempo para darme una oportunidad de rectificar; caminó despacio hacia la puerta de salida y volteó para decir lo que siempre dicen las mujeres en la última instancia:
-¿Me perdonas?-.
-No hay nada qué perdonar-.
Abrió la puerta y el sol lastimó nuestras pupilas.  Afuera, ardía el verano sobre las calles repletas de transeúntes.


miércoles, 4 de agosto de 2010

Madrugar a dormir.

La siguiente anécdota ha tenido diferentes variaciones, sin embargo, la cito como me la contaron, advirtiendo que los personajes fueron vivientes en los años cuarenta del siglo veinte, en esta villa de Colombia.

Por una vez en la vida, Hernando López Narváez se levantó de madrugada a oír la misa dominical en la Catedral de Popayán. Doña Belarmina, su madre, había madrugado más y lo sorprendió con un pocillo y una recomendación:
-Mijo, tómese un tinto para no salir en ayunas-.
Hernando, católico aplicado, rechazó el ofrecimiento con una razón contundente:
-Mamá, mejor no lo tomo porque temo desvelarme en el sermón-.