lunes, 14 de noviembre de 2011

Pobres, en comida de ricos


Por deferencia de unos amigos sindicalistas, fui invitado a participar en los debates sobre la privatización de las telecomunicaciones en el año 1994, en el hotel Intercontinental de Cali. Ahí comprobé la ventaja de ser un errante turístico de este mundo.

En el momento del almuerzo (tipo buffet), hacíamos fila ordenada para recoger los manjares, según nuestro gusto. Cuando observé un gran racimo de pepitas grises sobre un redondel de blanca cerámica, me hice el pendejo para quedarme al final de la fila. Vi como los sindicalistas observaban el racimo y seguían de largo sin interesarles y, tal vez por lo aguanosos, se asqueaban un poco. Junto a mí, apareció otro compañero que también se hacía más pendejo que yo, quien a pesar de cederle el puesto se quedaba detrás de mí. Comprendí, entonces, que iba con la misma intención y llegamos a un acuerdo civilizado: nos repartiríamos las pepitas por partes iguales. Los meseros se reían, cómplices del buen gusto.

Llegamos a la mesa y los compañeros se extrañaron al ver que nosotros sólo tuviéramos, como almuerzo, esas pepitas grises en buena cantidad y nada más.

-¡Ustedes no cogieron nada! ¿Y eso qué es?

Nosotros, como avezados comensales de cinco estrellas, agarramos los cubiertos y soltamos la expresión que los dejó boquiabiertos:

-¡Esto, es caviar!

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