Ese bendito plato de espaguetis me dañó el estómago. Comer de noche las pastas, cargadas de queso parmesano y tocineta, fue el peor error que pude cometer con mi delicado intestino; ahora tengo la urgencia de la evacuación y voy por estas calles iluminadas, con viviendas cerradas al frio nocturno, con los guardias atisbando movimientos inusuales, con algunos vecinos mirando a través de las ventanas. Cada vez siento más agudos los dolores en mi bajo vientre, retorcijones de entrañas que me hacen sudar, inminencia de un desalojo fecal que reprimo por decencia conmigo mismo.
Al voltear la esquina, veo al frente una congregación fúnebre en una residencia con escasa luz. Es un velorio. Vi ese velorio como una salvación para mi estado descompuesto por una diarrea interrumpida. Entré sin saludar a los presentes, todos extraños para mí, buscando en mi desesperación el sanitario social. Detrás del féretro, una puerta estrecha lo indicaba. Sin ninguna decencia, caminé rápido hacia el cuartito salvador; me veían como a un doliente más y, seguro por el sudor excesivo y mi palidez extrema, me inclinaban la cabeza como correspondiendo a mi dolor. Abrí y cerré la puerta con la agilidad digna del dueño del inmueble; sólo que no encontré el interruptor de la luz y en plena oscuridad me bajé los pantalones, los calzoncillos y apunté a ese ruedo tenuemente claro que se veía como la taza del inodoro. Descargué con fruición el contenido represado que salió como un chorro de agua y heces en pedazos. Pero la oblea blanca era la tapa del sanitario que recibió, encima, toda la chorrera y le cambió el color pálido a un color que se confundió con la oscuridad. No se podía hacer más: el bendito inodoro tenía puesta la tapa; la taza del sanitario no recibió lo que tenía que recibir, pero sí se desparramó la mierda y su olor fétido por todo el cuartito. En esa oscuridad, como pude, me limpié con papel higiénico que también se hizo visible como una cosa blanca, colgada. Me subí los pantaloncillos, los pantalones y ya, descansado de la angustia, salí del cuarto a enfrentarme con la acusación de todos los dolientes por mi grosera acción. Al principio me sorprendió, pero luego de percibir la fetidez que había inundado toda la casa, lo comprendí:
En la sala estaban el muerto y yo, nadie más.
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