viernes, 23 de julio de 2010

Ingenuidad máxima.

Una vez, por la misma razón que uno le atribuye a los demás la honradez que tiene intrínseca, pequé de ingenuo.
Como empleado técnico, había elaborado una propuesta para mejorar un aspecto que afectaba las finanzas y el apoyo logístico (como se dice ahora) de la antigua Empresa Nacional de Telecomunicaciones en el suministro de materiales y repuestos técnicos. La propuesta era sencilla de exponer: si Telecom hacía convenios anuales con las grandes empresas suministradoras de repuestos y materiales técnicos, quedaba fácil para cualquier gerencia de cualquier parte del país enviar sus pedidos mensuales o trimestrales directamente a estas empresas según su necesidad de mantenimiento programado o proyectos a ejecutar en el año. Con esta modalidad ganaban todos: las empresas que con anticipación vendían sus productos; los técnicos de Telecom, que contaban en forma ágil con repuestos y materiales; las empresas transportadoras;  Telecom, que eliminaba los almacenes, las bodegas y su tren burocrático, cargado de corrupción; la programación anual y la previsión presupuestal.
La ingenuidad la vi de frente cuando expuse esta idea a un directivo nacional que me regañó decentemente:
-Esa idea no sirve. En Bogotá las ideas brillantes no son las que ahorran dinero, ni procedimientos. Las ideas que funcionan son las que ayudan a robar o entorpecer para poder robar.
El directivo tenía sindéresis, por lo menos. 

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