Como lo prometido es deuda, a la historiadora, seguidora de esta página, le dedico este texto que es una aproximación al cuento histórico. Veamos cómo se recibe por los lectores.
V.L.E.
El poeta de la transición
La historia empieza una tarde del veinte de octubre de mil ochocientos setenta y tres, cuando faltaban veintisiete años para vencerse el siglo de los próceres y pensadores de aquí y de allá.
En una ciudad adornada por la historia, metrópoli inminente como capital de la grandeza; pequeña aún, cual promesa acabada de formular, nacía el poeta Guillermo Valencia. No fue un acontecimiento extraordinario; era un día normal con luces de amanecer jóvenes, y destellos esplendorosos al final de la tarde, como todos los días, antes de arreciar las lluvias.
El poeta, niño, recorrió disciplinado los peldaños de su instrucción: primero con el profesor Manuel María Luna, un pedagogo rígido y eficaz, y con doce años de niñez, estudiando en lengua francófona la segunda escala del conocimiento con los seminaristas de San Vicente de Paul y su mentor Jean-Baptiste Malezieux. La Universidad lo ungió como poeta en prospección y le extravió el título en Derecho porque era mayor su interés por los literatos originales y no por los incipientes códigos que hacían trastabillar a las nuevas repúblicas americanas, acabadas de parir.
Desde siempre, y más en estas banana republics, para destacarse se ha requerido de un apoyo importante: un padrino, un mecenas, un político… Apareció, entonces el futuro presidente de Colombia, el mismo que desmembró después el terruño del poeta; el mismo que con sapiencia conservadora, dividió en feudos lo que era un Estado de grandeza histórica y llevó al joven bardo a su círculo de poder. Rafael Reyes, se llamaba; fue el encargado de volver aquilatado al versificador desconocido. En contacto con la administración pública se extravió entre poetas por momentos y se asombró con Silva, José Asunción, por la facilidad para rimar difícil, sin perder el sentido de la hipérbole. En mil ochocientos noventa y seis adquirió notoriedad nacional no como cantor de rimas sino como político púber, al entregar su voto a la tolerancia, en la Cámara de Representantes; después, cuando dejó de ser joven, también dejó de ser tolerante.
Recorrió Europa por sus vericuetos culturales donde conoció la importancia de Weimar para Nietzsche como inmediato sitio de mortaja, cuando siempre fue su refugio desde la cuna hasta la senil locura. También, en su vejez, el poeta remedaría al teutón confundiendo la villa alemana con el Popayán despojado de su frustrada grandeza. Antes de dirigir las armas del exterminio en la “Guerra de los mil días”, ordenado por el presidente José Manuel Marroquín, el poeta lo fue, con sus “Poesías” y el preludio de “Ritos”; pero los bardos lectores no habían olvidado a José Asunción Silva ante quienes el novel vate era un intruso, solo aceptado por su condición de coqueto del poder, poder que acrecentó con sus cargos de ministro de hacienda, representante a la Cámara, gobernador del Cauca; posición ésta que alternó con su estado civil de hombre recién casado, en mil novecientos cuatro. Su poesía estaba enclaustrada en sus baúles mientras ascendía en la escala del poder político. Llegar a senador, ministro de guerra y potencial candidato presidencial fue una realización aprobada por los dioses de la fortuna, como también lo fue publicar en Clifton House, de Londres, su máxima creación: “Ritos”, cuando se agitaban en Europa vientos de guerra, en mil novecientos catorce.
El mundo poético se asombró con los primeros versos:
Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,
de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,
los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
a grandes pasos miden un arenal de Nubia.
Mas tarde, con el advenimiento en Europa del primer Estado Socialista en mil novecientos diez y siete, el poeta quiso atenuar su agudo conservadurismo, pero aumentar la votación, con una transigencia hacia los liberales que simpatizaban con las ideas del conductor obrero, Lenín; esto le costó la presidencia de la república frente a Marco Fidel Suárez, el ultraconservador bendecido por la Iglesia Católica.
Hay un periodo de dolor por la partida imprevista de Josefina Muñoz, su esposa, ante quien dobló su sensibilidad con grafías de sonetos. Corrían los años veinte de una década trágica para el país, donde Valencia se apartó del protagonismo político al no aceptar el ministerio de gobierno del presidente, también ultragodo, Miguel Abadía Méndez; esta decisión lo protegió de dar explicaciones por la masacre de los obreros bananeros de Ciénaga (Magdalena).
Otra vez su poesía reposa en los baúles, mientras actúa en campaña presidencial contra dos contendientes con pergaminos políticos y militares; triunfa el político y quedan derrotados el militar y el poeta, dos antípodas humanos: la vida, que es poesía y la muerte, que encarna el militar. El político, Enrique Olaya Herrera, se acerca al bardo; es liberal, y quiere un humanismo en su gobierno, quiere un poeta. El maestro Valencia, rechaza el ofrecimiento; vuelve a recordar la Weimar de Nietzsche y regresa a Popayán a manera de reposo definitivo.
Las calles de su infancia lo acogen como al hijo pródigo; la ciudad lo exalta como a un héroe olímpico, coronado de laurel por sus versos perfectos, plenos de modernismo; hasta Rubén Darío se inclina por la belleza de sus alejandrinos. Vuelven los amigos de bohemias aplazadas, viejos como él, artistas como él. La poesía se renueva en su arcaísmo próximo; se declama ante núbiles damas que la recogen para rejuvenecerla en largas jornadas de arte y erotismo.
Sumida entre la lóbrega cantera
de mi cerebro calcinado, pura
como el diamante en el carbón, fulgura
su faz como la vi por vez primera.
La ciudad vive porque su poeta vive.
El ocho de julio de mil novecientos cuarenta y tres, cuando estaba en el clímax la gran hecatombe, la destrucción bárbara de la vida rotulada con el eufemismo de segunda guerra mundial, Popayán empezaba a llegar a la mitad del siglo veinte con una trágica noticia, peor que la destrucción de Berlín por las bombas aéreas.
De la casa esquinera de la calle empedrada que da a la más larga construcción de argamasa, salió un hombre pálido gritando la gran tragedia, que se repitió como eco hiperbólico por todos los rincones de la asombrada villa:
¡Se murió el maestro Guillermo Valencia!